Anne-Marie La Bella, de Yasmina Reza (Anagrama) Traducción de Rubén Martín Giráldez | por Juan Jiménez García
Anne-Marie la Bella podría ser un monólogo teatral, parte integrante del corpus de la dramaturga, también novelista. En fin, puede ser cualquier cosa porque responde a cualquier forma, e incluso su forma es extraña. Extraña como extraño es el teatro de Thomas Bernhard. En todo caso, sería su última obra, una obra que habla también de las últimas cosas. De las últimas cosas en relación con las primeras cosas. Es decir, de una vieja actriz que nunca llegó a mucho que recuerda aquellos tiempos en los que no llegó a mucho. En ella, todo se proyecta débilmente, como fotografías que pierden su color, o negros y grises que nunca lo tuvieron. Hay un tintineo de copas, esos ruidos de mesa recogida después de la fiesta. El primer recuerdo es la compañía de teatro local de una ciudad industriosa. Se sabía los nombres de memoria y ese es el principio y también el final. Entre medias, se hace actriz. Secundaria, terciaria, en una compañía secundaria, terciaria. Los grandes papeles están, pero manoseados. El entusiasmo es el mismo. Ver su nombre, ahí, en el cartel, al fondo, pero resaltado por el interlineado. Se hace buena amiga, la mejor, de Giselle Fayolle, que lo tiene todo para triunfar. Indolencia, belleza, amantes y un desapego por todo. Muere antes y su hija, en imperdonable falda pantalón, la despide de esa vida que tuvo sus momentos. La de Anne-Marie fue más gris y ya no es que no tuvo un nieto vietnamita adoptado (aunque no por ello menos cretino), es que solo tiene un hijo pegajoso, digno producto de su disciplinado padre. Dice: Dicen que las vidas más felices son aquellas en las que no ocurre gran cosa. Pero entonces una va reuniendo hasta las cosas más pequeñas caídas por el camino. Tal vez no es suficiente, pero es lo que hay. Los encuentros dejan lugar a las despedidas y cuando uno se da cuenta dice como Jaroslav Seifert: Todos los poetas de mi generación están muertos. ¿Cómo no sentir zozobra? Anne-Marie la Bella nunca fue realmente bonita (bien que se lo decía su madre), pero lo intentó. Ahora es una vieja que espera que la sigan llamando, cuando se recupere de su rodilla, que es casi enteramente de titanio. Mientras espera, va al supermercado y se deja estafar con el contador de la luz. Siente algo de vergüenza por todo ello, pero la vida no carece de ironía, esa ironía en la que uno se ríe de sí mismo, no sin algo de tristeza. La vida no está en los grandes hechos, sino en los detalles, iluminaciones desde ese agujero negro de la memoria que lo devora todo. Anne-Marie la Bella, obra de teatro o novela, monólogo en todo caso, podría ser, como se dice, el homenaje de Yasmina Reza al mundo de teatro, pero también una reflexión sobre como encoge el mundo cuando los años van sumando, y como la lentitud física trae consigo la paradoja de la aceleración de tiempo. O como nos agarramos a esas cuatro cosas que ocurrieron y a ese catálogo de personajes secundarios y variopintos que marcan el paso de nuestras vidas. Contar, contar, narrar. Contar días, contar los días. Vivir entre sombras. Las sombras de aquellos que se fueron antes y asistir a las traiciones de propios y extraños. Palabras, palabras, palabras. El material del que están hechas las obras de Yasmina Reza. Ese gusto por ellas, ese significado justo. Anne-Marie busca nombrar adecuadamente cada recuerdo, cada pedazo roto, cada impresión, cercana o lejana. La vida sigue para ella, vertiginosa en su paso, calamitosa en los detalles.