El lector por horas, de José Sanchis Sinisterra (Teatre Rialto)  | por Óscar Brox

La temporada teatral de otoño ha arrancado con una justa iniciativa alrededor de la obra dramática de José Sanchis Sinisterra, en colaboración con la barcelonesa Sala Beckett, uno de cuyos platos fuertes es este montaje dirigido por Carles Alfaro de El lector por horas. Con las interpretaciones de Pere Ponce, Mar Ulldemolins y Pep Cruz, la obra nos sitúa en un escenario único, el salón de la casa de un empresario, y nos propone la historia de un hombre contratado para leer, con la voz más neutral posible, a la hija ciega del primero. Así, en un rápido vistazo al escenario, urdido por Luis Crespo y el propio Alfaro, encontramos una decoración mínima, tres sillones negros que acotan, delimitan y concentran la acción de la obra. Todo, o casi, va a suceder en ese espacio de penumbra, siempre iluminado con la dosis justa para dibujar rejas de luz en los rostros y cuerpos de los actores o, con el apoyo de la pantalla colocada en la trasera del escenario, ofrecer ese color moral que se desprende del texto. 

Alfaro juega con escenas cortas y transiciones bastante rápidas cuya concatenación, no obstante, acaba por resultar un tanto aburrida. El libro de lectura cambia, cada sesión diaria concluye, pero a menudo el espectador se siente como si le sacaran del escenario, del momento dramático que se está creando en ese espacio mínimo de presión o, mejor dicho, de prisión. Quiere decir esto que hay demasiados cortes, interrupciones, pantallas que anuncian como capítulos la obra que Ismael (Pere Ponce) va a leer, y que de alguna manera pretenden poner en situación a la audiencia, ya sea que se trate de Lampedusa, Conrad, Schnitzler o Juan Rulfo. No estoy convencido de que esto sea del todo necesario, entre otras cosas, porque me da la sensación de que nos predispone a algo, como si tampoco Alfaro, como su personaje, pudiese mantener esa neutralidad al leer el texto, en este caso, de Sanchis Sinisterra. 

En la obra se dicen muchas cosas y se juega con bastantes ideas, la mayoría potentes. Por mucho que se haga patente en un momento del diálogo, la intertextualidad es una de ellas (y una de las más interesantes, además). Cómo Sanchis es capaz de leer a otros autores, de leerse en esos autores y de conectarlos perfectamente como afluentes de un mismo río literario. De un mismo texto dramático. Pero está, también, la pregunta por el lector: por esa voz que es, más que nunca, un órgano, una máquina casi incorpórea, y a través de la cuál se establece esa relación despersonalizada con Lorena (Mar Ulldemolins). Que precipita una de las escenas más hermosas del texto, cuando la mujer es capaz de reconocer esa moralidad, esas emociones, el pasado y todas sus heridas, que cada inflexión de voz puede dibujar en la soledad compartida entre ese hombre que lee y esa mujer que escucha. 

Es preciso señalar que la imagen que proyecta Sanchis Sinisterra en el texto es la de un laberinto: de voces, de cuerpos, de heridas, de ideas, de lecturas y libros. Es difícil saber quién es quién realmente, porque todo parece diluirse en el poder creativo de las palabras. Y ese es un punto poderosísimo, que durante la obra alcanza a describir momentos de una gran intensidad dramática -un apunte: qué maravillosa es la gestualidad, la forma de poner el cuerpo, de habitar el espacio, de Pere Ponce, ya a partir de un vestuario y una pose que en su minimalismo son capaces de describir tantas cosas. Lo que pasa es que, viendo el montaje, uno no tiene demasiado claro si ese es el único interés de Alfaro. Si va a ser suficiente. Sobre todo, porque no son pocas las ocasiones en las que hace evidente, quizá demasiado, ciertos apuntes que no son tan interesantes: la relación de poder, la jerarquía entre los personajes, ese tinte sadomasoquista con el que tejen sus encuentros. Cada vez que Celso sale a escena, se nota ese contrapunto forzado que obliga a Pep Cruz, por otro lado un actor estupendo, a imponer su presencia. A interrumpir. Casi a reconducir una acción hacia un dramatismo, digamos, más leve. Uno diría que hay algo metafísico en los encuentros entre Lorena e Ismael, la sensación de que se ponen sobre el escenario dos voces sin cuerpo, dos cuerpos sin voces, heridos, maltratados y olvidados, que vuelven momentáneamente a la vida a través de unos textos ajenos que, de pronto, nos imaginamos escritos con la letra de Sanchis Sinisterra. Sin embargo, cuando el dúo se convierte en triángulo, todo resulta más evidente, se remarca demasiado el abismo entre el lector y sus empleadores, la mezquindad de unos y la repulsión del otro; en fin, se colorea demasiado moralmente lo que el texto de base ya dice. Se nos arrebata un poco de lo que más resulta fascinante en la obra: ser parte de ese laberinto, observar cómo sus personajes poco menos que se reconstruyen y encuentran a través de las palabras de otros.

Este último punto acerca peligrosamente la obra al teatro de salón, en lo que tiene de enfrentamiento y visibilización de un conflicto, diría, de clase y de orden moral que, efectivamente, es interesante pero no apabulla como esa otra vertiente del texto. Y que, diría, Alfaro no maneja tan bien ni sabe cómo evitar que resulte correcto, sin más. Lo que quiero decir es que esta versión de El lector por horas es muy buena, pero es que el texto de Sanchis Sinisterra es extraordinario, y no basta con eso, ni con unos actores entregados y en perfecta sintonía. Fundamentalmente, por lo que se intuye durante sus compases. Por esa densidad moral, más bien humana, cuando se desentrañan las historias de Conrad y Schnitzler, cuando se las interpreta, cuando los personajes ganan profundidad, aristas y dimensión. Cuando crecen desde lo más difícil: la voz. La lectura. Las ideas. Y pasan muy por encima de conflictos propios de un drama moral sin más. Porque, entre otras cosas, nos muestran lo poderoso que puede ser un texto, reivindican ese carácter total de la creación aplicada a la escena. Proporcionan, en suma, un vuelo a unas palabras que ganan cuerpo, luz (ni que sea interior) y carácter. Y que conmueven y hasta asustan, porque son capaces de convocar lo humano, en toda su dimensión y contradicciones, con esa elaborada transparencia -o sea, en toda su dificultad- con la que el teatro es capaz de sorprendernos. Y eso, en verdad, es lo que hay que buscar, lo que hay que pedir, casi exigir, a esta versión de El lector por horas. Que es, asimismo, una celebración del lugar que ocupa José Sanchis Sinisterra en la literatura dramática contemporánea.

Un último apunte: resulta desolador, y no es la primera vez, encontrarse con que las localidades están prácticamente agotadas para luego ver una sala muy por debajo de ese aforo. Hasta el punto de tener que instar a la gente con asientos en la parte trasera del teatro a ocupar las primeras filas y disimular así el desastre. Aquello pudo ser producto de un exceso de invitaciones o de entradas que nadie recogió -tal vez, un grupo de turistas o alguien a quien le debe aburrir pasar un par de horas en el teatro-, pero qué rematadamente feo queda tanto para los que sí acudimos como para una compañía que viene a representarla a Valencia, que ni está boyante en el plano cultural ni, desde luego, en muchos otros. Y la vida sigue.  


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