Carcoma, de Layla Martínez (Amor de Madre) | por Gema Monlleó
“Cuando crucé el umbral la casa se abalanzó sobre mí”. Con esta frase comienza Carcoma, la primera novela de Layla Martínez. Una novela coral a dúo, quizás sería mejor decir a trío si la casa hablase. Una novela con misterio que no centra su eje en él mismo. Si quisiéramos hacerlo podríamos etiquetar Carcoma de diversas maneras: novela gótica, drama familiar, realismo mágico, terror rural… Todas ellas son etiquetas posibles, pero todas, a su vez, se quedan cortas.
Por orden. Por partes.
Varias generaciones de una familia y una casa. Varias generaciones de mujeres, que son las que tienen voz. Varias generaciones de mujeres lastradas, de un modo u otro, por distintos hombres, los que apenas aparecen en el libro pero los que provocan la mayoría de nudos. Y una casa. Una casa que es el personaje central, la que vertebra los hechos que se producen no sólo dentro de ella sino también fuera pero “a causa” de ésta.
Una casa que nació como prostíbulo a las afueras del pueblo (el germen de la historia para Layla: el bisabuelo que “vivía de las mujeres”) con las mujeres más pobres de la comarca, mujeres engañadas, sometidas y finalmente conformadas (“no se quejaban, en parte por miedo y en parte por amor, que muchas veces también es lo mismo”). Una casa que a partir de la primera rebelión femenina en su interior se convirtió en la casa de los fantasmas con los que las mujeres de la familia aprendieron a convivir. Una casa que es herencia en piedra, estigmas y fatalidad.
“En esta casa no se hereda dinero ni anillos de oro ni sábanas bordadas con las iniciales, aquí lo que nos dejan los muertos son las camas y el resentimiento. La mala sangre y un sitio para echarte a la noche, eso es lo único que puedes heredar en esta casa.”
Una casa con árboles con estampitas, con una habitación secreta por osario, con pasos que resuenan, pies que se esconden bajo la cama, sábanas sudadas y orinadas, presencias en las ventanas, tras los visillos, en las escaleras. Una casa de una sola olla en la que la comida se recalienta y rehace y amarga hasta morir y empezar otro guiso-hervor nuevo.
El diálogo con el lector se produce a partir de la voz en primera persona de una abuela y su nieta. La madre, el eslabón ausente, desaparecida, es una visión sin voz (“mi madre nunca había sido otra cosa que una adolescente en una fotografía vieja o un juramento en la boca de mi abuela”), como tantos otros personajes que deambulan por la historia. Ambas aceptan con resignación y entereza que en la casa no viven sólo ellas, que el pasado (siempre atroz) está presente y les habla, interpela, interroga, domina y lastra. Incluso cuando quieren creer que no está sucediendo.
Un hecho, que hasta la última parte de la novela no se explica, es el que detona la trama, pero la trama no es lo importante. Sí, ha desaparecido un niño. Sí, el niño desparecido es el hijo de una familia rica. Sí, la nieta era la canguro del niño. Sí, la familia del niño es la antagonista de la familia de la nieta (Capuletos vs Montescos, Montoyas vs Tarantos). Siempre hay una historia de amor (o de lo que alguien llamó amor) escondida en cada historia. Aunque no sea la más importante.
Novela social, en las que pierden los que pierden siempre, aunque con su dignidad intacta (“porque el asco es algo que los pobres no nos podemos permitir, como la compasión”). Novela de mujeres de-negro-luto-y-negro-punk (“a mí me da igual que piensen que estoy loca o que soy idiota pero que me tengan lástima eso no, eso sí que no, que no he hecho todo lo que he hecho para que ahora cualquier mugriento me tenga pena”). Novela de venganzas más que justificadas, de rencor de clase (“Pero nos detestan igual a todos nos tienen el mismo asco a todos y ese asco se nos mete dentro y nos envenena y lo llevamos tan hondo que al final pensamos que es nuestro pero no lo es”). Novela con algunos hombres-pobres-hombres (“Las mujeres de esta familia enviudamos rápido. Los hombres se nos consumen como los cirios de las iglesias, al poco tiempo de casarnos lo que queda de ellos es un cerco en la sábana que no se quita aunque te dejes las manos restregando”). Novela anti-misoginia (“eso que tienen muchos hombres por las mujeres, que piensan que es deseo pero que solo es odio”). Novela con ritmo de ciudad trepidante en la España vacía(da), novela de traumas heredados, novela antipatriarcal, novela de susurros y de diálogos no dichos. Novela de memoria, de conciencia, de lucidez y de denuncia.
Layla Martínez, editora de Antipersona, ha condensado en esta historia muchos de sus intereses como investigadora de política, movimientos sociales y cultura (algunos ya expuestos en su ensayo Utopía no es una isla, Episkaia, 2020) reconvirtiéndolos, por obra y gracia del linaje genético, en una novela que tiende un puente cristalino sobre el océano para conectar con la obra de Mariana Enríquez, Dolores Reyes, Fernanda Melchor o Mónica Ojeda.
Carcoma, la historia de una familia que, mientras los muertos no descansen, seguirá carcomiéndose por los siglos de los siglos. Sin amén.