El fino arte de crear monstruos,, de Silvana Vogt (H&O) | por Gema Monlleó
“Sentí un funeral en mi cerebro
los deudos iban y venían
arrastrándose — arrastrándose — hasta que pareció
que el sentido se quebraba totalmente —”
Emily Dickinson
Existen muchas maneras de narrar el mundo. Pero son muy pocos los llamados a crear un mundo que merezca ser narrado. En El fino arte de crear monstruos el mundo, el lugar, la tierra pisada, el entorno, es Morteros (en el noroeste de la provincia de Córdoba, Argentina). Y la voz que narra, desde un presente sin fecha y desde el metafórico lugar de la arcadia extinta, es la de Vidria, la pequeña Vidria (la que tenía otro nombre antes de los “minutos eólicos” frente al ventanal). Morteros y Vidria, un pueblo que se inunda y una niña que flota. Vidria y Morteros, una niña con una imaginación que la desborda y un punto geográfico en la llanura “que, a veces, daba toda la impresión de ser culpable”.
Silvana Vogt (Morteros, 1969) ha escrito una novela y ha fundado un mito: Morteros, donde “las cosas pasaban sin que nadie pudiera aceptar del todo la realidad”. Un mito-país-de-las-maravillas en el que Vidria-Alicia vive batallas navales sobre un ataúd pirata tras una inundación que provoca la navegación de los difuntos (sic); muta en su propia edad tras su inexistencia (sic) en el registro de los Nacidos Vivos (tampoco en el de los Nacidos Muertos: “yo vivía pero no existía porque nadie me había puesto por escrito”); es testigo de todo tipo de cataclismos: el festival anual de aviación que constituirá el Santuario de los Santos Paracaidistas, el incendio de la cuarta parte del pueblo desde la teja de los días impares, el tornado de dimensiones planetarias la tarde de las “nubes amarillas, verdes, lilas, azules y negras” en el que las vacas volaron, y los rescates de perro Poqui durante las Segundas, e inexplicables, Inundaciones (¿un perro-buzo de las profundidades abisales? sí); juega con sus amigos al juego de “la Sequía” (sic): “cerrar los ojos e imaginar que el agua desaparecía de una vez y para siempre”; descifra el código secreto de la caja fuerte donde los padres guardan los chocolates (sic) y procesiona en funerales e incineraciones de animales hindú-vikingas a falta de un Arca de Noé en la Pampa (emulando así el funeral vikingo que para sí soñaba Roberto Bolaño, cuya pulsión narrativa resuena en algunos pasajes). Una niña que, una vez leído el libro del Apocalipsis (y obsesionada con el quinto jinete), percibe el mundo desde sus versículos y traza una amistad entrañable con los muertos (algunos suyos, como el abuelo exhumado por tía Cledis) y las (constantes) catástrofes (“Pocas cosas cuestan más que poner por escrito a un pueblo adicto a las catástrofes. Pocas cosas cuestan menos que olvidarlo”).
La voz infantil, empapada tanto de humor como de fatalidad (y escribo empapada porque en Morteros casi todo sucede a partir del curso vertical y horizontal del agua: “hubo un tiempo, en mi infancia, durante el cual el verbo fue flotar”), da la medida de un mundo en el que los valores supremos de la amistad y la familia son el hilo conductor de la memoria. Martín Mattioli, Mínima Suárez, Fede Fenoglio, Pía Tonetti, Rafa Capellino and Co. son pandilla y tribu, son compañeros de vida más que de juegos, son hogar pueril y cobijo y cofradía y refugio. Son, desde su unicidad, extensiones de la propia Vidria, posibilidad y realidad de unas (extravagantes) vivencias compartidas que ahondan el recuerdo de la infancia, que conforman el pasado narrado, que constituyen el mapa geométrico del ayer. La familia, con un padre siempre cómplice, una madre ciclogénica (sic: “a mi madre el tornado se le quedó dentro”) y un hermano que tanto quiere volar como ser hijo único, son la primera capa epidérmica de Vidria, el punto de partida de las lianas desde las que la niña piruetea.
Capítulos-cuentitos, escenas en las que un telón invisible se abre y cae dejando un reguero de migas-huellas hipnótico. La prosa de Vogt, tan cincelada como tierna, tan fronteriza como hechizante, tan insólita como vehemente, tan “catarática” como ingobernable, tan exorbitante como inagotable, tan tectónica como intersticial, tan hipertimésica como arrebatada, seduce desde el sentir de la niña Vidria y, en un abracadabra constante, su fantástica realidad (su fantasía desde la realidad) concibe leyendas (“el infierno está habitado por inocentes espectros errantes que no pecaron lo suficientemente bien”). Puzle y matrioshka, cada pieza, cada muñeca gestante, define núcleos estelares convirtiendo a El fino arte de crear monstruos en un “constelómetro” a medida, la brújula de la educación sentimental de una niña (“fue en ese momento cuando comprendí que el mundo se había dividido, de manera irremediable, en aquello que valía la pena ser contado y en aquello que no”).
Coming of age con un imaginario desbordante (“en la Pampa Húmeda, sin demasiada imaginación, no hay quien sobreviva”) en el que la presencia de la muerte anida en el corazón infantil como una cara más de la poliédrica realidad (“Yo me quedé sentada en lo más alto de la montaña del basural de mi pueblo, pensando en la muerte, mientras todos los demás pensaban en los muertos”). Novela episódica, tejida con los ladridos de los perros-poquis (Polidoro, el de Vidria, ¿nombre que conjura al médico personal de Lord Byron, John William Polidori, quien, según la leyenda, envenenó a su perro Boatswain?), las cenizas del viejo molino incendiado, el veneno del escorpión rojizo Don Galarza en el pie (¡y las alucinaciones provocadas por el antídoto!), el rugido de un tornado y la constante experiencia de inversomilitudes (“el tedio de la llanura, la ausencia de bibliotecas, la falta de ficciones, la inexistencia total de páginas con historias escritas se compensaban porque Morteros era el libro y nosotros sus protagonistas”). Morteros: wonderland, Morteros: universo (“Supongo, quiero suponer, que en Morteros también había gente normal, a la que le pasaban cosas normales. Gente cuyas mañanas, tardes y noches estaban regidas por una rutina básica y armónica, apenas sacudida por pequeñas catástrofes individuales. Personas ajenas a las grandes catástrofes comunes”). Morteros: un lugar-mito como Yoknapatawpha, Vigàta, Narnia, Comala, Macondo… Morteros: nuevas coordenadas mítico-geográficas fundadas por Vogt en un devenir de agua, inocencia, amor, humor y tierna fatalidad, y construidas sobre unos códigos infantiles tan fantasiosos como inquebrantables.
Así como Pessoa afirmaba: “Yo no escribo en portugués, escribo en mí mismo”, el estilo y las palabras de Vogt conforman un idioma nuevo. Un idioma destilado que pare frases-diamantes con las que afrontar -Vidria dixit– la espera del juicio final. Un juicio final que no es otro que el del adiós a la infancia, el rito de paso a la edad adulta que tiene como protagonistas últimos a un motorista sobre una Harley Davison (la moto “capaz de hacer temblar el corazón de un hombre”), el Caronte desde el que despedir la niñez, y al tenedor “que tenía grabado en el mango a un pato que aferraba un cuchillo y que la Nicasia Gigena, la cocinera, había tirado a la basura por error”, un mantra que recorre toda la novela y que se revela (cumpliendo el mandato chéjoviano del revolver) en toda su importancia al final.
En El fino arte de crear monstruos la banda sonora la ponen Hank Williams y Neil Young, encarnaciones de otros mundos en un deseo de ampliar el propio, conformando una atmósfera intencional de extrañamientos por la que Vogt desliza cameos de personajes tan crepusculares como el Kurtz de Apocalypse Now (Francis Ford Coppola, 1979) y el acuático Ned Merrill de John Cheever (El nadador, 1964). Presencias como llamaradas estelares, presencias fantasmagóricas de otras heridas que, quizás, presagian un autorretrato todavía por llegar: el del camino desasosegante de la adultez (“lo que nos aterra durante la infancia no tiene paliativos durante la madurez”).
Elogio de la fantasía por vía de la escritura (“escribir es como mentir”) en el que Vogt escribe y describe y cuenta y descuenta y fabula su propio et in Arcadia ego, ese Morteros feliz de la infancia en el que, como en la vida, late la muerte. Oda al poder salvífico de la literatura (“para mí, la vida era el borrador de la literatura”) desde los ojos de una niña a la que, sobre todas las cosas, le gustaban “las motos, los basurales y los perros” y que cumple, Vogt mediante, la promesa infantil de relatar lo extraordinario, lo transformador, el momento exacto en el que el mundo (y con él “el cielo, el infierno y los confines del purgatorio”) se mueve en su interior.
Coda: Ese escritor que aconseja a la Vidria adulta no indagar sobre lo inexplicable, ¿no será el más melvilliano de todos los escritores argentinos afincados en Barcelona?
(*) Primer verso del poema 569 de Emily Dickinson (poeta favorita de Vogt) en traducción de Silvina Ocampo.