Arde Madrid, de Kiko Herrero (Sexto piso) Traducción de Luis Nuñez Diaz | por Óscar Brox

Kiko Herrero | Arde Madrid

La memoria ha forjado algunos de los retratos de época más gloriosos de la literatura. Testimonios, cuando no testamentos, de lugares, vivencias, personas y formas de pensar que, de una manera u otra, han sido barridos por el tiempo. A Kiko Herrero le sucede como en su día le pasó a Agustín Gómez Arcos, que desde el exilio y en lengua francesa ilustró la vida de aquella España remota. La vida, pero también la miseria y la locura. La destrucción. Arde Madrid es, en este sentido, la clase de biografía que comparte sus descripciones con la ciudad que cobija los primeros años de su protagonista. Una novela que no se puede entender sin sus calles, sus barrios, sin el impacto de la posguerra y el tiempo de silencio instaurado por Franco, sin el furor juvenil que brotaba poco a poco, las drogas, el sexo y una suerte de liberación de la herencia familiar. La historia del Madrid de Herrero, de su momento de apogeo y de la caída en picado que aquel escenario de la Movida de los 80 sufrió cuando llegaron los vientos de cambio.

Aquella España del tímido desarrollismo, different y aperturista (apoyada por Nixon o Giscard D’estaigne, entre otros), comienza en palabras de Herrero como un sueño o una pesadilla. A elegir. Con la llegada de un circo itinerante que exhibirá a una ballena muerta, de la misma familia de las que se tragaron a Jonás o a Pinocho. Una criatura inmensa y putrefacta, cuya pestilencia es insoportable. Aterradora en su mudez, como ese país herido y medio desangrado por su guerra. A partir de ahí, la visión de Madrid que comparte Herrero se dedica a picotear de lo bello y de lo grotesco, aquí Fellini y aquí Truffaut. Está el Liceo francés con sus estúpidas reglas para el alumnado, el padre ratero que trabaja para un laboratorio, la madre de personalidad fuerte y los otros cuatro hermanos que componen el retrato familiar. Está la picaresca y la mirada infantil que trae consigo una serie de imágenes casi alucinadas: el desfile de batas de guatiné al pie de la escalera del edificio, la madre de uno de sus mejores amigos embalsamada en el luto, el enano Bartolo que persigue a su hermana por mirarle raro o la tía Gigi que no para de exaltar las memorias de su padre en tiempos del ejército republicano.

Esa España atontada, decrépita como su dictador, encuentra en las palabras de Herrero a su mejor cronista. A través de capítulos breves, dedicados a un lugar, una sensación o una persona, el autor dibuja una época de carencias y anhelos, extraña y a ratos sin perspectiva. Herrero escribe sobre la mejor heladería de Madrid y su progresiva decadencia, tan pronto no pudo bregar con la modernización de la capital y la competencia y perdió, con la transición, su toque artesanal. Y es que lo que distingue a la primera parte del libro, hasta que llega la muerte de Franco, es ese sentimiento de recorrer una galería de animales disecados que conservan el encanto de un tiempo remoto. Otro Madrid. Cálido y siniestro, maternal y autista, pequeño y gigante, preñado de contradicciones como también las memorias juveniles de su autor. Pero auténtico.

La muerte de Franco coincide con los primeros años de adolescencia de Herrero, con esa ansiedad vital que se contagia en cada párrafo. Todo cambia, quizá más lentamente de lo que parece. Siguen los sueños y las pesadillas. La primera puta en un prostíbulo del Madrid castizo, la primera relación homosexual, los porros y una vida nocturna que detonará cuando Herrero entre a trabajar en el Rock-Ola. Pero ese ya será otro Madrid, una olla hirviente de creatividad, juventud, sexo y libertad; una ciudad dormida en la fiesta eterna que vivirá la Transición desde el interior de una sala de baile. A toda pastilla. Como si no hubiese un mañana. Y en efecto así lo explica su autor a medida que observa cómo se apodera de la memoria, hasta qué punto su despertar a la madurez es un relato propio. Sin deudas ni dolores ajenos. Una llegada al mundo adulto en la que folla hasta hartarse, tiene una farmacia entera para pasar las noches sin día y hasta una relación, la primera heterosexual, que le hace recapacitar sobre el camino a tomar de cara al futuro. Sobre los sueños de conquista. La eterna escapada sin rumbo, la vida por la vida, el placer y la soberana libertad.

Herrero escribe a toda velocidad, como si durante un paseo por la capital anotase mentalmente todos aquellos lugares consumidos por el tiempo, por la muerte y también la vida. Y es que aquella época jubilosa dura lo que una calada; demasiados excesos, demasiados rostros que se pierden. Y un protagonista que solo busca perderse, llegar a Málaga con su amante gitano y luego ya veremos. Que tanto busca perderse que, tras la muerte del padre, acabará en París. Exiliado. Transformado. Con un destino. Harto, quizá, de sufrir ante una ciudad que se cae a pedazos, que ha convertido en una extensión de su familia. Adiós a las calles que lo amamantaron, los lugares donde dejó una huella, las voces y los rostros, los pícaros y los hijos de puta. Adiós a todo y a todos. Veinticinco años después, la travesía París-Madrid es un drama, una madre anciana y una hermana enferma. Una capital que ya no reconoce ni su padre y un montón de cadáveres de aquellos sitios donde se fue muy feliz. Ciudad en ruinas, ciudad de muertos. De zanjas, grandes almacenes y capitalismo desaforado.

Arde Madrid es un ejercicio de vaciado vital, una biografía esculpida en las calles y los recovecos de la ciudad a partir de la nostalgia de su autor. De la añoranza de un tiempo en el que todavía se podía soñar y tener miedo, explorar y descubrir las cosas más estúpidas y también las más importantes. Un tiempo en el que la ciudad estaba viva, se movía como un enjambre de abejas y la gobernaba el furor de una juventud que todavía no había claudicado ante el escepticismo y la comodidad. Una novela, en definitiva, que abarca en sus pocas páginas el nacimiento y la defunción de un lugar. De un aprendizaje sentimental. De un autor, un hijo y un amante breve. De ese momento en el que lo bello y lo grotesco, como el circo y la ballena putrefacta, se hallaban justo delante de la ventana de la habitación. A la espera de que alguien los alcanzase. De ese espíritu inconformista nacen las palabras de Herrero, como esa clase de memoria que uno no puede reprimir cada vez que pasea entre las ruinas del paisaje que le vio nacer.

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