La función política de la mentira, de Alexandre Koyré (Pasos perdidos) Traducción de Fernando Sánchez Pintado | por Óscar Brox

Alexandre Koyré | La función política de la mentira moderna

Es frecuente en estos últimos años escuchar desde cualquier altavoz mediático una reclamación cada vez más absurda: «queremos saber la verdad». A menudo, la obstinación con la que se exige esa verdad presupone que no han sido pocas las mentiras interesadas que la han ocultado. Y, sin embargo, la sensación es que, como la propaganda política más eficaz, esa exigencia acaba por convertir a la verdad en algo puramente metafísico. Inalcanzable o, más bien, inexistente. Otra mentira, esta de segundo grado, que apoyada en el carácter presuntamente intachable de la reclamación se extiende en el tiempo como un misterio sin resolver. O como una mancha de petróleo indeleble a cualquier intento de limpieza. Porque en el momento en el que la propaganda interviene en esa exigencia de verdad, en el mismo instante en el que se abre una brecha entre un nosotros y un los otros, todo parece indicar que hemos abandonado el territorio de la verdad. Porque sea cual sea el resultado, no será igual para todos.

Alexandre Koyré escribió en 1943, en pleno furor nazi, un panfleto sobre la función política de la mentira moderna. Harto de Goebbels y de la imbécil complicidad de la aristocracia europea, el autor de los Estudios galileanos lanzaba una reflexión cuyo efecto calculaba a medio-largo plazo, en forma de advertencia para las generaciones venideras. Y es que aquella época era un tiempo para la producción constante de mentiras, tal y como explica el protagonista de Madre noche, de Kurt Vonnegut. En cadena y dirigidas hacia la masa. Por tanto, como afirmaba Koyré, de baja estofa. Mentiras poco elaboradas que, sin embargo, resultaban efectivas y pegadizas. Que contribuían a crear un clima de enfrentamiento perpetuo; un nosotros contra un los otros. Mentiras para las que la verdad no radicaba en su valor universal, sino en su conformidad con criterios biologicistas, de raza y de sexo. Por tanto, mentiras que sostenían a las elites nazis frente a la masa, como una conspiración que se llevaba a cabo a plena luz del día.

Para Koyré, lo que ponen de relieve el nazismo y otros regímenes es su tesón a la hora de fundar una antropología totalitaria. La claudicación del pensamiento sobre el mito, la efectividad de la retórica como instrumento para despertar las altas pasiones y los bajos instintos; ese esfuerzo denodado por buscar al rebaño, a los tontos, que solo unos pocos pastores pueden conducir sin verse perturbados por su espíritu crítico. En definitiva, un paisaje en el que la verdad (la de Hitler) puede soltarse a bocajarro en un mitin callejero sin rubor ni miedo a la persecución. Como un runrún que cala poco a poco, que seduce y excita y reclama, pero que de manera subterránea se dedica a erosionar los mimbres con los que se puede mantener la confianza en el lenguaje y, por extensión, en el mundo. Ese mundo que el lenguaje nazi socavó hasta su destrucción.

Se puede decir que Koyré perfila en la función propagandística de la mentira lo que Theodor Adorno rastreaba en el tumultuoso cambio de siglo para el entorno rural alemán (véase su breve ensayo La educación después de Auschwitz). Una explicación, un motivo para entender cómo la sinrazón nazi se ha extendido hasta tal punto por el mapa de Europa. De ahí que su apelación a la antropología, a la creación interesada de ese estado de guerra permanente, sean tal vez las contribuciones más lúcidas de este pequeño opúsculo. En particular, por lo que suponen de evolución moderna de una retórica clásica que solo hubo de adaptarse al entorno del hombre-masa. Aunque paradójicamente sean las aristocracias venidas a menos quienes proporcionen combustible para los disparates de Hitler. O dicho de otra manera, las que abonen esa búsqueda de un elite por encima del resto. De un destino y una separación. Todo ello, claro está, apoyado bajo criterios biologicistas. La raza über alles. Y es que, como afirmaba Koyré, no dejaba de ser curioso que la masa estúpida fuese la que no tragase con los embelecos nazis y, en cambio, la cultivada clase alta germana fuese el hatajo de imbéciles que le concedían su favor.

A casi un siglo de distancia podemos afirmar sin dificultad que la función política de la mentira, llámese hipocresía, propaganda o media verdad, trabaja a toda máquina. Si Karl Jaspers se preguntaba en un opúsculo por el problema de la culpa y la estructura psicológica de la Alemania de posguerra, en la que la desnazificación no podía realizarse de la noche a la mañana, quizá nosotros deberíamos preguntarnos (o preocuparnos) por la calidad que atribuimos a los mensajes políticos recibidos. A esa trinchera entre bandos opuestos de la que no parece que podamos salir, mientras las palabras pierden su valor y el relato del mundo, de nuestro mundo, se resquebraja poco a poco. Porque sea cual sea el resultado, no será igual para todos.

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