Viatge al Fons del jardí, de Josep M. Argemí (Lleonard Muntaner) | por Gema Monlleó

Josep M. Argemí | Viatge al Fons del jardí

“Entre un instant i el següent hi ha un abisme,
un univers infinit de possibles,
una extensió del tot incomprensible,
un temps real del tot inabastable,
una altra Creació”
Els instants submergits, Francesc Josep Vélez 

¿Existen las distopías luminosas? ¿Es posible concebir una Barcelona postapocalíptica como un lugar colonizado por la belleza y el silencio? Para Josep M. Argemí sí. Y la prueba es esta breve, hermética y esperanzadora novela: Viatge al Fons del jardí. 

“De bon matí sortia de la clínica i feia un crit d’al·leluia, com si comencés una vida nova en un món per estrenar”. 

A la manera del flâneur baudelairiano, el protagonista principal (un innominado paciente de una clínica mental con las puertas abiertas, “l’encantat”) deambula por la ciudad en un paseo vertical tanto por la superficie (de la montaña al mar) como por las entrañas barcelonesas. Y a la manera alucinada del Quijote, en su tránsito a la búsqueda de, el protagonista encontrará en el ciego Virgili (un vendedor de lotería) el fiel escudero sanchopanziano que necesita.  

“L’univers ha desplegat totes les seves dimensions, de tal manera que la convenció que coneixem com a temps ha quedat reduïda (o també ampliada) a un present etern”. 

Asistimos a un día eterno en el que el tiempo está suspendido, con el sol fijado en el mediodía (la hora de los milagros, la hora del Ángelus), en una ciudad sin electricidad y donde los coches han dejado de circular. Hay un silencio estridente roto por la música que envuelve la novela (un órgano “tocat per la mà invisible del vent”, unas arias de Bellini, romances tradicionales: “Estrella del matí, reina inaccessible / mireu com caminem cap a la vostra cort…”), por el ruido de los cuerpos al caer (otro viaje vertical, los suicidios desde las azoteas), y por las cacofonías de las orgías en las calles de la ciudad (sí, pasiones y pulsiones campan desinhibidas por las aceras). Barcelona se nos presenta como una ciudad colonizada por la naturaleza, un vergel que le gana la partida al asfalto en un apocalipsis soft que tiene más de transformador que de tétrico. No, Viatge al Fons del jardí no es La carretera (Cormac McCarthy), “l’encantat” y Virgili no son el padre y el hijo (su tránsito es más beat que escapista: “som rodamons, uns fugitius), la civilización está en proceso de descomposición pero todavía no en ruina total, y el peligro, el conflicto, como casi siempre en los buenos relatos, no viene tanto de fuera como de dentro, del alma y la psique de todos los personajes (incluidas las ninfas) que en este trencadís gaudiniano aparecen y desaparecen para dar la réplica al protagonista . Es desde él, desde el ¿loco? libre, desde su mirada sin prejuicios, desde donde nos encaminamos por este viaje a, por esta odisea uliséica, por este tránsito et in acaradia ego (“finalment he trobat la realitat en els meandres d’un riu que neix dins meu”).  

“Allà dins, tot era cobert per una foscúria fosforescent (a la manera grotesca dels clubs nocturns de la Barcelona cosmopolita, esvaïda com un malson quan es feia de dia), una negror llampant que sols era trencada, de tant en tant, per una imatges fugisseres que recordaven unes ventades tempestuoses”. 

Así como Alicia descubre el País de las Maravillas al caer por un agujero, l’encantat y Virgili descubren también mundos ocultos en galerías y túneles, una ciudad en la ciudad, bosques con pájaros cantores que han colonizado el sótano de un bar, el anfiteatro donde se reúnen los supuestos sabios (“senyors de posat cautelós i aire notarial”) que especulan sobre el origen de lo que está sucediendo (¿se acerca el asteroide Eros?), el subterráneo por el que peregrinan los huérfanos de Sant Josep de la Muntanya (niños de Hamelin sin flautista, “agafats de les mans, com una germandat fantasmagòrica”) y sobre todo la mítica Avinguda de la Llum (la primera galería comercial de Europa, 1940), patria ahora de filósofos y poetas (“nosaltres som els poetes, som la consciència eternal, els que anem d’una banda a l’altra amb les paraules que tronen, que xiulen, que criden i esclaten”), con una biblioteca-invernáculo laberíntica y borgiana en el antiguo cine (regentada por un individuo a medio camino entre El nombre de la rosa -Umberto Eco- y Cielo sobre Berlín -Wim Wenders-) y con una red de comunicación ferroviaria que excede la ciudad (“el túnel penetrava delitosament la muntanya, es perdia en els ramals d’un món nou que bategava en les entranyes de la terra”). 

“Més endavant, allà mateix, les fonts del bosc van començar a brollar, les bardisses van créixer i els arbres es van encimbellar com els contraforts d’una catedral”. 

La aceleración de la naturaleza, su crecimiento súbito, también le sobreviene al mar, que inunda las calles de la ciudad (“la mar envaïa la ciutat, les onades lluminoses ja llepaven els plàtans, els quioscos de premsa, les parades de flors…, talment uns llavis iridescents”) en una recurrente pesadilla barcelonesa, como ya sucedía en la pretérita Titànic de Vicenç Villatoro o en la más reciente Solastàlgia de Ada Castells. La distopía argeminiana bebe de la mitología clásica (“som fills de Roma, le he escuchado afirmar), pero también de las novelas juveniles de aventuras y quizás de sus recuerdos de infancia (¿los paseos por la ciudad con su abuelo que culminaban en el Tramvia Blau?, ¿la profesora de piano del Institut Llongueras?, ¿los aperitivos en el bar Roure de la Riera de Sant Miquel?, ¿los artesanos relojeros en una galería del metro?). Pero hay otro hilo que recorre la novela, un hilo encubierto y elíptico: el amor al cine de Argemí. ¿Cómo no ver en el asteroide Eros el equivalente al planeta errante de Melancholia -Lars von Trier-?, ¿cómo no intuir en la utopía megalómana y subterránea del “prohom de la ciutat” un guiño a los palacios del Ludwig de Visconti?, ¿cuánto hay en el hombre pájaro Aymerich del Birdman de Alejandro González Iñárritu?, ¿podría ser “la banda de la pitonisa” un mix entre los Ocean de Steven Soderbergh, Robin Hood y el noir barcelonés de los años cincuenta?, ¿hay en la exhuberancia de la naturaleza que invade la ciudad algo del esteticismo de Yorgos Lánthimos?. 

“Visc en un núvol lluminós i cerco una clau secreta, la fórmula universal per obrir la porta amagada… Sols unes paraules misterioses, una oració del cor, un missatge de l’ànima… i tots els murs cauran, el cel serà el nostre mirall i la mar la nostra casa, in saecula saeculorum”. 

Novela alucinada y sensorial (no puedo dejar de mencionar que escuchaba a Josep Maria Pou bramar en la voz que grita: “Soc el Poeta Il·lustre, els Mestre dels Grans Mots, el Profeta Incandescent…”), que bascula entre el delirio y la contemplación mágica, en la que la hecatombe cósmica es condición de posibilidad y no necesidad de huida, a medio camino entre el absurdo beckettiano (¿serán Virgili y l’encantat unos trasuntos de Vladimir y Estragon?), los mundos fantástico-políticos de Ursula K. Le Guin y la novela de aventuras de Julio Verne pasados todos ellos por los filtros de Borges y Cortázar. Juego de espejos, de laberintos, de pasadizos, un secreter literario en el que cada capítulo es un nárnico cajón abierto que al cerrarse pulsa el resorte de otro que se abre para dar paso a otro que a su vez… Crónica poética de los tesoros no materiales de un inframundo amable, en el que cordura y locura conviven en paz, filosóficamente atmosférico, donde el sueño de la razón no convoca monstruos sino hechos singulares, personajes extravagantes y una excentricidad sostenida por un lenguaje y un estilo de filos romos en los que mecerse desde la ensoñación de un viaje lector al fondo de este bello jardín. 

“Entremig dels arbres, la llum de les tenebres teixia un tapís d’ànimes -talment l’ala d’una papallona vista a través del full de la vida”. 

(*) El título de esta reseña es un verso  de La tierra baldía, T.S. Eliot 


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