Mi autobiografía de Carson McCullers, de Jenn Shapland (Dos bigotes) Traducción de Gloria Fortún| por Óscar Brox

Jenn Shapland | Mi autobiografía de Carson McCullers

“Rastrear las reescrituras, omisiones y correcciones. Aunque me pregunto constantemente lo que yo misma omito, corrijo o censuro. Lo que no soy capaz de ver o de permitir que sea visto. Sobre Carson y sobre mí misma”. Jenn Shapland escribe estas palabras en un capítulo titulado Ciencia forense, algo que tal vez arroja bastante luz sobre las dificultades a la hora de revisar, ponderar y filtrar los materiales disponibles sobre la vida de McCullers. En particular, cuando la autora se enfrenta a una tradición biográfica empeñada en proporcionar una imagen equivocada de la escritora de La balada del café triste. A partir de eufemismos (no es cosa de amor, sino de una amiga especial), censuras y olvidos que, a la postre, impiden penetrar no solo en la vida de McCullers, sino también en su obra -basta leer a Shapland, por ejemplo, para observar cuán interconectadas están una y otra en una novela como Frankie y la boda.

Quizá por eso, también porque desde hace tiempo el ensayo reclama una consideración de sus formas, Shapland funde el estudio biográfico con el ejercicio autobiográfico. El pasado y el legado de McCullers con su presente, condición sexual y lugar en el mundo (en un mundo que vive la resaca de la victoria de Trump, que aguarda la emergencia de la crisis sanitaria y, en fin, que hace lo que puede con los estragos psicológicos del turbocapitalismo). El motivo inicial son las cartas de Annemarie Schwarzenbach, personaje fascinante, que descubre en algún momento de su formación. Esas aristas o matices que, de pronto, dibujan sobre una autora como McCullers. Algo parecido, seguramente, a lo que los cuadernos y diarios de Patricia Highsmith producen en la obra de la autora de Extraños en un tren. Hay una revelación, una disposición a capturar otro lenguaje, otros sentimientos, otros lugares para el amor; y hay, también, la necesidad creciente de buscarlos, de profundizar y ahondar en lo que esas cartas dejaron enunciado. Más allá de los matrimonios fallidos de Carson con Reeves McCullers, de su adicción al alcohol y de sus graves problemas de salud. Podríamos decirlo de esta manera: nace la necesidad de seguir desarrollando esa expresión, esa manera de ser, queer y no heterosexual, que no aparece entre líneas sino como una afirmación vital.

La investigación de Shapland la conduce hasta las grabaciones de McCullers con su terapeuta y posterior amante Mary Mercer. A abrir esa caja, escuchar aquella voz, zambullirse en diferentes épocas y escenarios y poner relieve y fondo a la historia. Pero, sobre todo, a recuperar una narrativa arrebatada por un espacio literario conservador, heterosexual y obstinado en dejar en secreto o eufemismo aquello que era parte fundamental de la autora de El corazón es un cazador solitario. Visto así, el libro de Shapland tiene mucho de retrato y autorretrato vital, no solo por apoyarse en el material de archivo disponible; también, por el interés con el que la autora visita y vive en los lugares que frecuentó McCullers; por cómo acude al archivo para, más que documentarse, poner el oído y escuchar lo que se cuenta. Y cómo eso que se cuenta acaba entremezclado con sus propias vivencias, creando así un peculiar camino paralelo en el que el descubrimiento de Carson McCullers es, al mismo tiempo, el camino iniciático de Jenn Shapland.

Annemarie Schwarzenbach, Mary Tucker, Gipsy o Mary Mercer. Mujeres que estuvieron, que amaron o escucharon, algunas malogradas y otras, en fin, fundamentales para que Carson llegase a ser quien fue. Shapland presta voz a todas ellas, extrae lo que tienen de fascinante, pero también lo que explican de la época. Su testimonio o, simplemente, su aparición funciona como ariete para acabar con el blindaje de estudios y miradas unidireccionales. Y sus memorias no solo activan la memoria de un género, sino que proporcionan esa amplitud sobre la prosa de McCullers. Esa sustancia. Sus tribulaciones, fantasías, confesiones, versiones de sí misma. En definitiva, todo. Son frecuentes las alusiones a autoras como Eileen Myles o Maggie Nelson, que han visibilizado ese proceso de transformación del ensayo (pienso en Los argonautas) y cómo se inscribe en todo ello la condición sexual. Cómo esta hace hablar al ensayo, y viceversa. Y la sensación es que Jenn Shapland ha hecho eso mismo, moldeando a su Carson McCullers y haciendo que dialogue con el legado, la obra y las memorias de la autora de Reflejos en un ojo dorado. Poniendo un espejo frente al texto para reflejarse en lo que escribe, en lo que vive y siente. Y para hacer de su escritura un recorrido que atraviesa memoria, género y, fundamentalmente, amor.


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