Vidas provisionales, de Gabriela Adameșteanu (Acantilado) Traducción de Marian Ochoa de Eribe | por Juan Jiménez García
Ay, esa Rumanía comunista de los años 70, lejos aún de los presagios de futuras catástrofes liberadoras… Nicolae Ceaușescu y señora, empezando sus años paranoicos, llenos de enemigos y grandeza, una grandeza que solo estaba en sus cabezas y rara vez en el estómago de los otros, el hombre cualquiera. Lo único que estaba en todos los lados no era, precisamente, la alegría de vivir, sino la Securitate, la policía secreta, y ahora estabas en lo alto o no tan bajo y otro día en prisión, por nada o casi nada o por todo. En un país de escaseces y estrecheces, de pequeñas miserias y pequeños miserables, cualquier cosa tenía su importancia y la desgracia podía ser poco menos que un matiz. Pero como el hombre se habitúa a las mayores vilezas y, queramos o no, tenemos que tener una cierta confianza en la felicidad (entendida como realidad palpable o espejismo), también hay lugar para el amor. E incluso para la degradación de ese amor. Y para las apariencias. Es más: en la Rumanía de las conspiraciones y las paranoias de ese hombre pequeño y sus fotos retocadas, las apariencias eran más ciertas que la realidad misma.
Vidas provisionales (qué título más devastador y cierto) es la historia de Rumanía desde los inciertos años que precedieron a la Segunda Guerra Mundial (esos años en los que la sábana, estirada desde todos los lados, apenas podía tapar las desnudeces de tantos y su connivencia con el nazismo y sus principios), hasta la liberación de la Rumanía de los Ceaușescu, fusilados revolucionariamente, en unas imágenes que dieron la vuelta al mundo para acabar perdiéndose en los fangos de la Historia. También es la historia de Sorin y Letiţia, amantes por distintas razones o por diversas búsquedas personales. Sorin, tal vez, busca el amor y es un atleta del sexo, mientras que Letiţia piensa en sus cosas y en su marido, Petru, con el que mantiene una relación que va desde el sexo fugaz mientras ella duerme, a la indiferencia de los corredores de fondo que se acercan, agotados al final de la carrera. Sorin es funcionario y cree comprender los mecanismos que mueven el poder, mientras ve envejecer y caer, como árboles viejos y podridos, a aquellos que le precedieron o lo rodearon. Letiţia escribe un libro y, de vez en cuando, colabora en la revista que dirige Petru, pero eso, con mérito o no, poca importancia puede tener.
Todo se enlaza y todo fluye, como aguas a la deriva, en la obra de Gabriela Adameșteanu. Se entrelazan los destinos y destino no deja de ser una palabra fuerte, con resonancias apocalípticas, en un país perseguido por su pasado y la necesidad de ocultar familiares e historias familiares. Porque el pasado rumano condiciona el presente rumano y uno no solo es responsable de sus actos (los ciertos y los imaginados) sino también los de todo su árbol genealógico. La vida está en otra parte y, mientras tanto, quedan la espera y los encuentros fugaces. La desgracia, la indiferencia, los tiempos muertos y, como dirían los franceses, las pequeñas muertes. Una expresión cuyas resonancias van más allá de lo orgásmico para convertirse en lo orgánico. Esa forma de vivir o de vivir a ratos, mientras el mundo (es decir, Rumanía) se descompone.