Un caballero a la deriva, de Herbert Clyde Lewis (Periférica) Traducción de Ángeles de los Santos | por Gema Monlleó

Herbert Clyde Lewis | Un caballero a la deriva

“Vladimir: ¡Qué! ¿Nos vamos?
Estragon: Sí, vámonos.
(No se mueven)” 

Esperando a Godot, Samuel Beckett​ 

¡Hombre al agua! Este es el primer pensamiento que nos viene a la cabeza si pensamos en un hombre que cae accidentalmente al agua desde un barco. ¿Quién grita ¡hombre al agua!? Alguien que ha visto el accidente. Un caballero a la deriva, la primera novela (casi nouvelle) de Herbert Clyde Lewis (Nueva York 1909-1950), parte de la caída al agua del caballero Henry Preston Standish pero como nadie ha visto el accidente nadie puede gritar ¡hombre al agua!. 

¿Será esta otra novela de náufragos? ¿Una suerte de Robinson Crusoe (Daniel Defoe, 1719) o de Relato de un náufrago (Gabriel García Márquez, 1970)? No, la particularidad de Un caballero a la deriva es que recoge los pensamientos de Standish mientras está en el agua, mientras ve el Arabella (el vapor que hace el trayecto entre Hawai y Panamá) alejarse y mientras espera que regrese a por él una vez tripulación o tripulantes se percaten de su ausencia en el barco.  

“Cuando Henry Preston Standish cayó de cabeza al océano Pacífico, el sol empezaba a salir por el horizonte”: así comienza la novela, con Standish ya en el agua después de desvelarse durante la madrugada, vestirse con uno de sus clásicos trajes de oficina (“no era un hombre de pantalones desenfadados ni estrafalaria ropa deportiva”), cepillarse los dientes, peinarse el “cabello liso negro mate”, recorrer el entrepuente tras saludar al cocinero negro, y situarse en la abertura del casco, en el castillo de proa a estribor, escuchando “el melancólico burbujeo del agua y el rumor de los motores”, para disfrutar del amanecer. Manchas de grasa en el suelo de la cubierta y restos de basura (por ser el lugar desde el que los marineros tiran la basura al mar cada noche) serán los responsables del resbalón de Standish y de su caída al océano (“de todas las torpezas habidas y por haber, se dijo indignado, caerse de un barco en mitad del océano era con diferencia la más descomunal. Era sumamente idiota, absolutamente absurda y sin precedentes, del todo inapropiada para un hombre de su posición”). ¡Hombre al agua! Pero no, ningún eco de voces en esa hora temprana, ningún ojo en un ojo de buey viendo el accidente. 

Hay un hombre en el agua al que, de entrada, sus únicas preocupaciones son evitar que la hélice del barco lo despedace y, caballero él, la vergüenza por la caída (“los hombres de su clase no iban cayendo en mitad del océano desde un barco; eso, simplemente, no lo hacían. Era algo absurdo, pueril y grosero”), la preocupación por las incomodidades que va  a provocar en los pasajeros (“era en verdad un caballero, de los buenos, de los discretos. Caerse de un barco causaba muchas molestias a otras personas”) y su negativa a gritar, bramar o desgañitarse (“Standish estaba condenado, por la educación que había recibido, a ser un caballero aun en semejante tesitura. Los Standish no gritaban; tres generaciones de caballeros habían transformado la trompeta de la primitiva laringe Standish en un melodioso violonchelo”). En el agua hay un hombre silencioso, preocupado por los inconvenientes que va a causar, avergonzado por su mala fortuna y, de inmediato, riéndose al imaginarse explicando su “aventura” a su esposa Olivia y a sus hijos (el sentido del humor, que se manifestará en distintos pasajes a lo largo de la novela, evitará la angustia en el protagonista traspasándola a los lectores que no podemos creer su “caballerosa” tranquilidad). 

¡Hombre al agua! Silencio.  

¡Hombre al agua! Silencio. Y el Arabella alejándose. 

A partir de este momento la novela se convierte en una historia de resistencia física y mental, un tour de force que oscilará entre la seguridad de Standish en no ahogarse (no en vano es un buen nadador), el convencimiento de su impronta en los pasajeros del barco que sin duda lo echarán de menos, y la percepción del tiempo no como un tic-tac hacia un resultado fatal sino como una fastidiosa espera hasta el único (en la mente de Standish) desenlace posible: el regreso del barco en su búsqueda. 

Standish no ha sido hasta ahora un superviviente ni un buscavidas (“era prudente por naturaleza. La educación le había quitado el colorido y lo había convertido en un hombre tan insulso como un lienzo pintado de gris”). Caballero por vía genética y por convencimiento propio la única “estridencia” que se ha permitido a sí mismo (corredor de bolsa, “bebía con moderación, fumaba con moderación y amaba a su esposa con moderación”) ha sido la necesidad de eso que hoy en día llamamos un paréntesis (¿cómo lo denominaban entonces?). Después de una crisis de estrés (agotamiento por trabajo, “las enfermedades nerviosas y mentales no corrían por la sangre de los Standish”), decide viajar solo durante unos meses (desde Nueva York a California, Alaska, Hawái y Panamá)  y tomar unos aires (no, no es La montaña mágica de Thomas Mann) tomando unas aguas (tampoco es Ojos Negros de Nikita Mikhalkov o Los adioses de Onetti) en el mar. Viajar sin más propósito que el de la “desintoxicación”, el encontrarse a sí mismo tras un cierto análisis existencial de “qué estoy haciendo, por qué y para qué” (“embargado por un sentimiento de infelicidad y aprisionamiento”). Tres meses después Standish ha encontrado sus respuestas, muy convencionales (por supuesto), ha detenido el run-run de las preguntas molestas, y se dipone a regresar a casa tras unos últimos días de “capricho” disfrutando de “los atardeceres más bellos del mundo, en un mar increíblemente sereno” con el siempre tranquilo viaje Hawái-Panamá en barco. 

Con lo que no contaba era con esa caída al agua que iba a empujarlo de nuevo al repaso de su vida, al re-análisis de sus comportamientos (“se sentía muy solo allí, en medio del océano. Caramba, si las cosas seguían así acabaría hablando solo, y Henry preston Standish podía jactarse sinceramente de no haber hecho eso nunca”) y “por qués” (“era desde luego extraordinario que siempre hubiera conseguido todo lo que quería aun sin desearlo ardientemente”) y a la asunción de nuevas respuestas (“nunca se le había ocurrido pensar que su mente fuera un juguete de su yo físico ni que las convicciones estaban muy bien hasta que el cuerpo tenía alguna necesidad, momento en el que el cuerpo doblegaba la mente para que acatara sus órdenes”). 

El yo que se manifietsa en Standish en la situación límite entre la vida y la muerte (“de buenas a primeras comprendió su verdadera soledad. Era un insignificante bulto de vida en un mundo inmenso. El sol era muy poderoso, y él, muy débil”) es un yo al que nunca ha prestado atención, es el yo puro, el yo desnudo (literal, el yo sin traje de caballero), el yo que durante generaciones ningún Standish ha escuchado. Y mientras Standish toma conciencia de su pequeñez, Lewis navega por sus pensamientos, cada vez más “puros”, cada vez más “humanos”, cada vez más “básicos”, cada vez más “profundos, y nos muestra a la vez qué está pasando en el barco, cuando y cómo se dan cuenta tripulación y tripulantes de que falta una persona, en qué momento se lanza la voz de ¡Hombre al agua! y todos comienzan a ver el bello océano como una “acuática tumba”. Dos escenarios que se entremezclan en un in crescendo dramático literario en el que Lewis apuesta por la contención escrita dejando, de nuevo, la sombra de la angustia en el lector. 

El tono de la novela entronca con la literatura del ruso Gaito Gazdánov (1903-1971) en su manera de reflejar las costumbres inmutables de una clase social (y por ende de una época) que tal vez no siempre consigue adaptarse y ajustarse a sus nuevas realidades. Escritores que cargaron con cierto malditismo, con vidas a caballo entre el exilio más o menos explícito (Gazdánov abandonó Rusia tras la Primera Guerra Mundial, Lewis escapó de Hollywood durante la caza de brujas) y, como tantos otros, con un reconocimiento tardío a su obra.  

El desenlace, salvación o no, es sólo un elemento más que ayuda a llegar al punto final. Pero el desenlace, el destino, no importa en esta historia en la que, como en la vida, como en los viajes, tal vez lo más importante no sea el destino sino el trayecto. Novela sobre la soledad y el desamparo, sobre cómo nos vemos y cómo nos ven, sobre las realidades últimas: “Estando en el mar en un barco, el barco se convertía en el centro de tu universo; estando en el mar en tu propio cuerpo, tú mismo te convertías en el núcleo de todas las madejas terrenales”. 

Standish, trasunto en caballero de Vladimir y Estragon, espera en Un caballero a la deriva a su Godot marino, a su Arabella salvadora. 

¡Hombre al agua! 


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