Washington Square, de Henry James (Sexto piso) Traducción de Andrés Barba y Teresa Barba. Ilustraciones de Jonny Ruzzo | por Almudena Muñoz
La casa ya no existe, pero en su momento, cuando la plaza estaba cerrada al tránsito y al tráfico, bien pudo decorar las vidas de sus habitantes con esas enredaderas podadas al milímetro, sus ladrillos ligeramente dorados, la sombra de algo rosáceo; de fondo, blancos. Un banco solitario, quizá de madera noble y forja, ofrece frente a ella la oportunidad única y escandalosa de reuniones medio secretas y medio públicas. Cabe imaginar dos escenarios: uno en el que un hombre de traje inglés se sienta allí a determinadas horas de la mañana, ya no es joven ni tampoco demasiado maduro, e inspecciona la fachada en esa actitud tan poco sospechosa de los ociosos neoyorquinos. Otro en el que esa la casa, la mansión que ya no existe y que tal vez no fue construida nunca, contempla al novelista y le suplica una poda. Habrá demasiados mosquitos en las hiedras cuando cunda el verano, y la temporada de bailes y paseos suplica que se oreen las habitaciones, que se esfumen a través de la ventana los excesos dorados de las chimeneas, los rosas de las debutantes, los tonos pétreos de sus padres.
Es sabido que Henry James no se sentía particularmente orgulloso de Washington Square (1880), debido a alguna manía personal propia de la autoexigencia del autor o a la pérdida de la oportunidad para retratar bajo el nombre de una plaza algo más que una falsa pieza de cámara. Por ese motivo, me pregunto si no será la casa, y no James, quien vuelca su voz y su punto de vista a lo largo de esas páginas conducidas por un narrador omnisciente y paradójico, lo mismo satírico y cruel que compasivo y sereno. Sin embargo, las primeras escenas de acción se producen fuera de sus muros y en una fiesta ajena, no menos rica y decadente. Tras la invocación de los primeros recuerdos de la familia Sloper, que también pudiesen ser los rumores almacenados y recompuestos por los muros del hogar que la acoge, Catherine, su padre y sus dos antipáticas tías se introducen en un salón que no es suyo, y la situación siembra los sentimientos encontrados de querer regresar a casa para librarse de semejante prueba social y de escapar de ella definitivamente, gracias a las promesas que prosperan entre la heredera y un supuesto cazafortunas.
El argumento no bombea más sangre que esa, la de un romance en absoluto ilícito que ironiza con las trampas y las pruebas de un drama isabelino en una época demasiado mayor para tomarse en serio esa clase de conflictos. Así, la casa se inmiscuye en las mentes de los propietarios y cultiva la novela psicológica de la que tanto gustaba James; sólo en una ocasión la voz se saldrá de esas cuatro paredes para viajar al continente europeo, igualmente evocado como una discusión casera en la que el paraje no importa. El equipaje de lujo estaba cargado con la señas de Retrato de una dama (1881), en la que el cosmopolitismo del escritor implosionaría rompiendo todos los cierres y hebillas de la contención estadounidense. Sólo Edith Warthon le tomaría el relevo, décadas más tarde, cuando concluyese su maestra La edad de la inocencia (1920) con otra plaza, otro banco, otra ventana, tan similares a la última escena de Washington Square.
La casa, la voz que apenas describe, que reproduce larguísimos diálogos y juzga con cierto tono aleatorio, posee a los personajes, los obliga a que permanezcan dentro de ella. Catherine, esa heroína romántica tan desapegada de las costumbres de sus compañeras de género, prefiere citarse con su amante rodeada del conservador pertrecho de la sala del té antes que en ningún rincón aventurero y semioculto de Nueva York. La ciudad que aquí no existe más que en sus ínfimas partes, como esa plaza epítome del esplendor callado y los triunfos hereditarios, sería la representación de la fortuna que no se luce ni se gasta, y de las viejas reglas que suplican a los títeres sociales no morir, no hacerlo nunca. Lo mismo emociona a Catherine una novelita gótica que un mármol Florentino que un buque fluvial rumbo a una tierra de bárbaros, es decir, nada en absoluto. Su ausencia de transformación y catarsis, la condena prototípica a la que es sometida descriptivamente en las últimas páginas del libro, evidencian la actuación de un influjo diferente. Tal vez no sea James practicando la novela crítica y la parodia de sus círculos sociales, tal vez sea este un primer hotel Overlook en el que los personajes deben cobijarse de ese mundo exterior helado en sus formas y comportamientos, que no los estimula.
La novela anticipa, a la manera siempre sigilosa del escritor, la maestría en el empleo del recurso sobrenatural como espejo de las psicosis e histerias sociales de su tiempo. Antes de desembocar en sus mejores hondonadas, cargadas de pasajes sensoriales en las que la conversación sirve de puntal breve e impertinente (Otra vuelta de tuerca [1898]), Washington Square, publicada en 1880, anticipa en su clima opresivo desprovisto de presencias tangibles del Más Allá el cuento Los amigos de los amigos (1896), y tendría en el delicioso Un día único (1866) su precedente más zalamero, no menos implacable en sus conclusiones sujetas a las constantes de su obra: renuncia, ensueño, traición. «Es terrible ser alguien desprotegido», se leía en The master (2004), el atrevido y magistral acercamiento biográfico de Colm Tóibín al escritor neoyorquino. Curioso fantasma para encantar los días de Henry James, quien llegaría a convertirse en ciudadano británico un año antes de fallecer, mientras la espera se acompañaba de una galería de personajes abandonados a su suerte, en el mejor de los casos; esa prisión de etiquetas sociales, documentos, títulos y prestigios (los objetos soñados que Jonny Ruzzo emplea para ilustrar el tomo, en lugar de láminas típicas) que en una ocasión quiso exorcizar entre los muros de Washington Square.