Volar, de Henry D. Thoreau (Pepitas de calabaza) Traducción de Eduardo Jordá | por Juan Jiménez García

Henry D. Thoreau | Volar

Thoreau goza últimamente de buena fortuna editorial en nuestro país. No porque se le edita, sino porque encima se le edita bien. Estos últimos años hemos visto recuperar desde sus títulos más clásicos a sus diarios, pasando incluso por su vida en cómic. Ahora seguramente ha llegado el momento de hacer un trabajo más conceptual, o al menos acercarse a su obra desde otros ángulos. Ese es el caso de Volar, editado por Pepitas de calabaza, al cuidado de Antonio Casado da Rocha y José Ignacio Foronda. Volar es un libro sobre la relación del escritor norteamericano con los pájaros a través de toda su obra. Un selección de momentos, de fragmentos de escritura y de instantes de vida, dos cosas que se confunden en él. El resultado, además de revelador de buena parte de su pensamiento, es un libro iluminador y luminoso.

A Thoreau la vida de los pájaros le parece sumamente apacible, tanto como para preguntarse si será así también la suya. Símbolo de la espiritualidad (leemos a Juan Eduardo Cirlot) no es difícil atribuirles ciertos anhelos humanos, como la libertad. No son solo una parte esencial de la naturaleza, sino que ahora, habitantes de las ciudades, son lo único que nos queda de ella, algo así como su conciencia, fuera de parques cuidadosamente acotados y arboles primorosamente alineados (iba a escribir alienados… También). El escritor buscaba recuperar la cordura acercándose a la naturaleza, recuperando su contacto. ¿Cómo no entenderle? Incansable observador de aquello que le rodeaba, podía pasarse los días esperando el simple gesto de un pajarillo o su canto. Esa simple separación de la realidad, esos instantes suspendidos fuera del curso normal del tiempo, de los días que se suceden, le acercaban a esa belleza. La belleza del azar.

También está la poesía. Los pájaros como animales poéticos (de nuevo, la espiritualidad, el misterio). Para entenderlo está el propio libro, pequeños poemas en prosa, haikus que esperan atrapar su vuelo, un gesto, una vida en las ramas (ahora sería en los alambres, en los cables). Lo importante no es lo que pueda decir el poeta, dice, sino la armonía con el entorno. Ser una sola cosa, una sola voz, un solo canto. Volar es ese momento en el que la escritura se encuentra con la naturaleza para ser una sola cosa, sin juntas, sin líneas de separación.

Echaba de menos la vida salvaje y una naturaleza sobre la que no pueda poner el pie, una búsqueda de paraísos inaccesibles (y qué paraíso más inaccesible que el cielo, aún en nuestro tiempo). Si no sentimos nada ante el despertar, ante la llegada de la primavera, tal vez debamos empezar a temer estar muertos. Es imposible separar naturaleza y sensaciones en la obra y en la vida de Thoreau y esa es su invitación y su legado. Para él no es una cuestión científica ni mira a los pájaros como un ornitólogo. Es una cuestión de sentir cada cosa que escucha, cada cosa que ve, cada cambio de luz, cada gota de lluvia. No es un observador, sino un vividor. Ve porque vive. Siente porque está. Y escribe porque tiene una necesidad imperiosa de transmitir todo esto, de invitarnos a compartir ese sentimiento primigenio. Cuando hombre y naturaleza eran una sola cosa. Y cuando ese hombre-naturaleza soñaba con volar, como esos pájaros. Y el sueño sigue estando ahí. Y tal vez será el último sueño en nuestra vida en el universo.

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