El hombre que pudo reinar, de Rudyard Kipling (Nórdica) Traducción de Enrique Maldonado. Ilustraciones de Fernando Vicente | por Almudena Muñoz

Rudyard Kipling | El hombre que pudo reinar

Rudyard Kipling es la representación de todos los males del canon literario universal: una voz de hombre blanco occidental, de clase pudiente, que vive en una época y en unos círculos de colonización económica y cultural. Y, sin embargo, Kipling se las apañó para desligarse de todos esos males. Para hacer que su literatura fuese algo que va más allá del tópico de dar voz al desfavorecido y al nativo, que sirviera como registro de las posibilidades que posee una posición privilegiada, deseosa por volcar sabiduría clásica y mitos ancestrales en un ánfora donde se asoma a ver el pasado y el futuro. Kipling inventó un folklore de la nada, o más bien a partir de esa riqueza en la que ningún hombre blanco occidental se había fijado hasta entonces, sin intención de sustraerle los méritos y apropiarse de su autoría. Se acerca como el niño, como Mowgli en taparrabos, a las lindes de lo que todos dan por terrible y sanguinario.

En esa tarea de colonización poética, Kipling corría los mismos riesgos que los protagonistas de El hombre que pudo reinar (1888), más famosa quizá por su adaptación cinematográfica de 1975 con Sean Connery y Michael Caine que por la firma de su primer narrador. Peachey Carnehan y Daniel Davrot son una pareja de aventureros vividores que no temen al nuevo entorno selvático y que guardan toda la ambición de sus raíces inglesas. Dos hombres que creen que es fácil tomar los tesoros del ayer para hacerlos pasar por triunfos modernos. A los que les bastaría conquistar una tierra ignorante para sentirse emperadores del porvenir. Pero, mientras Kipling (que también está presente de forma anónima en esta historia) se armó de plumas y tipos de imprenta, Carnehan y Davrot cargan sus camellos con sacos de rifles y juran sobre máximas masónicas. El hombre que pudo reinar está tejida sobre el patrón de las parábolas, pero su poder se halla más cerca de lo shakesperiano, de una verdad pagana que la religión siempre se ha encargado de robar y alterar, como la imagen que abre y cierra el libro: la pesada y basta corona de oro sobre una cabeza mortal y hueca.

Para esta lujosa edición de Nórdica Libros, el ilustrador Fernando Vicente aborda el clásico en una encrucijada de referentes: el texto original, la película de Huston -cuya paleta optaba por una luz vibrante entre parajes secos, con toda probabilidad más cercana a la experiencia que tenía Kipling de Asia- y la imaginería que han legado otros referentes visuales: grandes producciones donde cabalgaban caballerías vestidas de uniforme rojo con galones dorados y salacot, en la línea épica de Las cuatro plumas (A. E. W. Mason, 1902) y Gunga Din -poema de Kipling de 1892 y película de 1939. Las ilustraciones parecen surgidas después de haber oído el relato a lo lejos, ya que sus escenas y motivos están envueltos en una idealización que demuestra el contagio que ejerce Kipling. El entusiasmo por una historia inspira al ánimo por aportar también algo a ella y volverla más grande si cabe; las láminas exageran el color rojo que domina en el relato, con esa luz de sol naciente y fatalismo, pero también lo pintoresco de los vagones de tren y las oficinas de prensa, los blancos de unos trajes de lino imposibles en unos personajes pobres y vagabundos y de las nieves que atraviesan.

Es fascinante el trasvase que se produce en tan pocas páginas: Kipling transforma la realidad -las vivencias de los exploradores James Brooke, Josiah Harlan y Adolf von Schlagintweit- en un relato corto, en el que a su vez un extraño cuenta una historia supuestamente verídica, que tanto podría ser otro desvarío de un loco. Por último, a modo de salto entre dos tipos de fantaseo, las ilustraciones proponen una tercera vía, otra serie de imágenes reconocibles, pero alejadas del texto, de los sucesos que aquí se recogen. La magia en la literatura de Kipling es que no parece que él sea el único narrador (aunque eso nutra, a su vez, el rasgo que mejor define su voz como escritor). Abre un portal para un tiempo incapaz de maravillarse: la altanería victoriana que se creía dueña de medio mundo civilizado y salvaje a la vez que caía fácilmente en las más simplonas supercherías; es decir, nada demasiado diferente a nuestra época. Kipling permite, con su cetro de privilegiado narrador blanco, masculino y viajante de los vagones de primera clase, que una multitud de voces se solape a la suya, y la diluyan, y hagan literatura imperecedera, de la que mantiene características de transmisión oral, antes que un discurso cargado de ego. Hizo por escrito todo lo contrario al hombre que pudo reinar. Y, por esa razón, lo curioso es que reinó y continúa haciéndolo.

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