El señor Norris cambia de tren, de Christopher Isherwood (Acantilado) Traducción de Dolores Payás | por Juan Jiménez García
Un día, William Bradshaw se encuentra con Arthur Norris. Es en un tren y el tren va hacia Berlín. El Berlín de 1931, el Berlín de la República de Weimar, el Berlín que esperaba a Hitler (o Hitler le esperaba a él). Así empieza para nosotros también ese viaje al que nos lleva Christopher Isherwood, un viaje irónico, revelador, delicioso y trepidante a través de una Europa que se dirige a su destrucción pero de la que resulta imposible separarse, como los protagonistas de su novela. Por una extraña fascinación hacia el mal o por el encanto del engaño. Ese señor Norris que cambia de tren quizás tenga la respuesta de algo, de su época.
William Bradshaw es inglés. Se encuentra en Berlín para dar clases y buscarse la vida. El señor Norris es un tipo turbio, exportación-importación, una de esas personas que nunca llegamos a ver en su totalidad, porque siempre hay una parte de él entre sombras. Desconfiado, como cualquier estafador que vive de la confianza de los demás. Entre los dos se creará una relación de amistad, una de esas relaciones en las que se comparten misterios y en la que William asume ese no saber nada, a la vez que le resulta imposible renunciar a la atracción que siente por ese viejo en horas bajas (si es que alguna vez las tuvo mejores, que sí, tal vez).
Pero el señor Norris está acostumbrado a sobrevivir. Como está acostumbrada a sobrevivir esa Alemania (esa Europa, por extensión) salida del Tratado de Versalles y de aquella guerra que, pese a los nubarrones cada vez más amenazadores, vive la resaca de aquellos primeros años. Años en los que aún pensaba que algo se había quedado atrás y no como ahora, que se acerca peligrosamente al abismo. Isherwood traza un retrato sutil del momento político y aprovecha la trama para llevarnos, ingeniosamente, hasta la trastienda de la ascensión del nacionalsocialismo. Sin dramas pero con temor. Con todo, sonríe.
Galería de personajes memorables entregados a sus defectos y virtudes, ese es su acto cotidiano de heroísmo, de coraje, ya sean putas, chulos, barones o dirigentes comunistas. Aquellos años tumultuosos se vivieron en la calle, a puñetazos y con esa sensación de estar al borde del abismo bailando desenfrenadamente. Un mundo en el que el pragmatismo de William, tan inglés, puede aún encontrar acomodo en el hedonismo fin de siglo de Norris, ese que vive de recuerdos más que de realidades, una realidad que ninguna peluca, mejor o peor colocada, podrá ocultar. Ha envejecido y nada se puede hacer contra eso y contra la torpeza de movimientos, poco disimulada por un pico de oro. Queda el encanto, el encanto de las cosas viejas pero únicas. Y en esa luz quedan deslumbrados todos. Todos los que aún gozan de una cierta ingenuidad en un mundo muy rebuscado.
El señor Norris cambia de tren es una primera vuelta de tuerca de Isherwood a un tiempo que conoció bien y que contó aún mejor. Años más tarde escribiría Adiós a Berlín, tal vez su obra más emblemática, y con ella completaría su retrato del hombre en decadencia, incapaz ya de resistirse a su destino. Un libro apasionante para una época que también lo era, alegre entre tantas sombras, eco de destinos que se cruzaron allá, en aquella ciudad, en aquel Berlín, para perderse. Como el continente. El mundo. La vida.