La maldición gitana, de Harry Crews (Dirty Works) Traducción de Javier Lucini | por Óscar Brox

Harry Crews | La maldición gitana

En el prólogo que acompaña a la edición, Kiko Amat señala un aspecto a retener cuando se habla de la literatura de Harry Crews: olvidar, por un momento, su complicada biografía para centrarse en ese oficio de escribir que se le daba de maravilla. Ese, en cierto modo, es la clase de consejo que se puede aplicar a la mayoría de escritores del Sur de Estados Unidos, unidos por su interés a la hora de retratar la vida en los márgenes de América. La vida en el atolladero, la de todos aquellos malogrados o fracasados que intentan llevar a cabo una huida imposible de esos entornos opresivos.

La maldición gitana narra la historia de Marvin Molar, cuyo aspecto de fenómeno de feria le lleva a ganarse la vida con pequeños bolos y un trabajo en el gimnasio de Al, lo más parecido a un padre adoptivo en este mundo. Crews describe ese paisaje con un raro sentido de la dignidad, a la manera en la que Tod Browning filmaba a sus freaks. De dignidad y comprensión, por mucho que la inteligencia de Marvin le lleve, también, a sentir un poco de vergüenza por su familia adoptiva.  A saber: un ex boxeador negro completamente sonado, otro que terminó su carrera casi al primer golpe y un forzudo baqueteado al que la cabeza ya no le funciona como antes. En esas circunstancias, todo lo que Marvin puede desear es que eso que le hace especial sea, también, un salvoconducto que le permita liberarse de su entorno.

Crews aborda la situación a lo bruto, con un personaje, el de Hester, que activa los más bajos instintos de Marvin. De hecho, cada vez que aparece en escena resulta recurrente el detalle de esas largas piernas (aquel está impedido y se mueve con la fuerza de sus brazos) en las que Marvin desea enroscarse. Por mucho que todos sus encuentros huracanados terminen doblegando el ánimo de este, mientras Hester trata de abrir brecha para escapar, asimismo, de otra realidad familiar insostenible. Todo un choque de trenes que Crews encapsula en la maldición gitana a la que se refiere el título de la novela: encontrar un coño a la medida de Marvin es, prácticamente, hallar su perdición.

Uno podría pensar que Crews tomó algunos de los arquetipos de las novelas de género, como el de la femme fatale, para llevarlos unos cuantos pasos más allá, sometidos a un microcosmos de cafres y brutos en el que las emociones se disparan a bocajarro. No en vano, a medida que Hester penetra en el universo cotidiano de Marvin, podemos entrever la cercana tragedia que se cierne sobre sus destinos. O cómo, nos dice Crews, esos personajes viven en el margen de la sociedad por un buen motivo. Porque sus vidas han quedado rezagadas, lastradas, y ya solo dan para vivir entre mazas y mesas destartaladas para masajes, lanzando golpes al aire como si estuviesen enfrascadas en un último combate. Y precisamente por esa sensación de estado terminal, de vergüenza crónica ante el cruel desenlace, la historia de amour fou entre Marvin y Hester alcanza cotas verdaderamente sórdidas. Aún más, si tenemos en cuenta que Crews no es de los que etiquetan las cosas ni enjuician las actitudes de sus personajes, sino que las expone como elementos de una realidad en la que todo, mejor o peor, funciona bajo esas reglas. A plena intensidad. De manera tan demencial que es difícil que no acabe arrollando a sus criaturas.

De ahí que los límites entre el amor y la violencia sean, a medida que avanza la historia, cada vez más borrosos. La pasión entre Hester y Marvin, más agresiva. Puro amor caníbal, absolutamente dependiente, que arrasa las estructuras endebles de las vidas de ambos. Y es que pocas páginas puede haber más incendiarias que aquellas en las que Marvin apaliza a Aristóteles, su rival por el corazón de Hester; pocas más patéticas que aquellas en las que el postrero intento de Al por recuperar la gloria perdida le conduce hasta la muerte más horrible. Y, en definitiva, pocas más brutales, más dislocadas, que el desenlace a bordo del bote esponjero. Sin término medio ni titubeos, con esa determinación con la que, sin dejar escapar la oportunidad de jugar con el sarcasmo y la irreverencia, Crews reflexiona sobre el valor, la dignidad y el derecho a existir de todas esas criaturas de vidas machacadas.

Puede que La maldición gitana sea una de las mejores obras de Crews. También, paradójicamente, de las más elegantes y mejor escritas. Sin el barroquismo pasado de vueltas de El amante de las cicatrices, en la senda de obras maestras como Una infancia. Pues, no en vano, comparte con aquella la descripción de un paisaje en estado de colapso. Con un personaje, Marvin, que atrapado en la nada solo puede dejarse llevar por sus impulsos más primarios. Por esa maldición que, a la postre, no es más que otro guiño a la naturaleza humana que a menudo tratamos de ocultar. Quizá porque, como las vidas que retrata Crews en sus novelas, es la clase de cosa que preferiríamos mantener al margen. Pero que, en cambio, el autor de Cuerpo rescata con el mismo orgullo con el que Tod Browning filmaba a sus freaks. Como si, en verdad, no existiese distancia entre su mundo y el nuestro.

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