Aquí estamos de nuevo. Liudmila Petrushévskaia y nosotros. Ella y su mundo en descomposición, tan real como la propia Unión Soviética cuando ya no era Unión Soviética y Rusia no acababa de ser Rusia y al final era todo lo mismo, solo que antes uno creía ser una cosa y luego otra, hasta que se daba cuenta que era lo mismo: un miserable. La pobreza lo iguala todo: un pobre capitalista y un pobre comunista tienden a ser lo mismo. Es decir, nada. Lo último. El final de algo que nunca llega, porque, quién sabe por qué extraños motivos, los pobres tienen una resistencia inaudita a morirse. Como la protagonista de Cuando es de noche, a la que todo le va mal cuando no podía irle peor. Y aún así ahí está, contando su vida como solo los protagonistas de los relatos de Petrushévskaia pueden contarla, con ese escepticismo y esa melancolía por ninguna cosa en particular. Tal vez por vivir. Si es que alguna vez supieron que es eso.
Nuestra protagonista es una heroína de su tiempo. Tiene un adorado nieto y luego otros nietos a los que no adora en absoluto, todos fruto de relaciones temerarias de su hija, todos sin un padre conocido. Vive en un piso minúsculo y se alimenta de aire y de gorronear a las amistades siguiendo un escrupuloso plan. También tiene un hijo, pero este está en la cárcel. Es su adorado hijo, pero el cariño no es recíproco. Ella no se calla nunca, todo sea dicho. Tiene una opinión sobre todo lo que ocurre y sobre todo lo que le ocurre y es como si sintiera una necesidad de contar el mundo según ella misma. Y eso es esta narración, un venenoso canto que se enreda en todo lo que la atraviesa y atraviesa, que es mucho. En esos tiempos, uno se tenía que mover mucho para no hacer gran cosa y hasta pasar hambre requería un esfuerzo considerable.
Hemos leído muchas novelas sobre esos terribles años, que quizás fue todo un siglo y aún no haya acabado. Obras esenciales de la literatura, conocidas y desconocidas. Retratos terribles de persecuciones, de muerte y de destrucción, tanto interior como exterior. Y sin embargo, tras todo ese camino recorrido, hasta todas esas páginas, nos da la sensación de que todos aquellos años se encuentran resumidos en dos lugares: en la obra de Petrushéskaia y en aquel recorrido etílico entre Moscú y Petushkí (ida y vuelta) de Venedikt Eroféiev (también editado por Marbot). En ellos se encuentra ese humor desesperado de las pobres gentes, que no necesitaban acabar en ningún gulag porque el gulag iba con ellos. Gentes a las que nadie persiguió porque no valía la pena ni molestarse en ellos. Aquellos que podían decir cualquier cosa porque nadie les escuchaba, a nadie les importaban.
Los personajes que habitan la obra de Liudmila Petrushévskaia son el Homo sovieticus de Svetlana Aleksiévich novelado y, paradójicamente, más reales aún que ellos. Ya no nos hablan de memoria, sino que viven ese eterno presente que no acaba nunca y están llenos de pliegues, siempre a punto de ahogarse sin ahogarse nunca. Gritos furiosos, patadas en las interminables puertas, paseos por un mundo en ruinas (sus propias vidas), la supervivencia por la supervivencia en la intuición de que nada va a cambiar. Los vivos se han alejado de mí, dice la protagonista. Y eso es todo.
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