Los postigos verdes, de Georges Simenon (Anagrama, Acantilado) Traducción de Caridad Martínez | por Juan Jiménez García

Georges Simenon | Los postigos verdes

En las novelas de Georges Simenon, lo que construye a los personajes es su relación entre ellos. En la serie de Maigret, el comisario no deja de ser un observador distante de tensiones soterradas que acaban mal y salen a la luz. En sus novelas duras (aquellas que no seguían un método bien conocido), ya no existe ese observador y todo se construye alrededor de sus protagonistas, a menudo desde la extrañeza. Ya pueden ser esos dos amantes de Tres habitaciones en Manhattan, que se reconstruyen a través del otro, de sus palabras y de sus silencios, de los pensamientos que se pierden en la noche, como este Los postigos verdes, en donde que Émile Maugin, actor de éxito, recorre la breve distancia que separa su vida de su muerte, y lo hace desde los demás, que traen a su cabeza sensaciones, presentes y pasadas, sucesos, presentes y pasados, y una cierte imposibilidad de imaginarse un futuro que vaya más allá de unos pocos días o unas pocas horas. Un vértigo, cruzado por la bebida, un constante desequilibrio, un aire nihilista de caída sin final. Él lo tiene todo sin tener nada. Pero ese todo, se ve reducido a escombros derribado por sus miedos, sus inquietudes. Incapaz de detener esa atracción por el vacío. En la introducción, Georges Simenon se ve obligado a rechazar cualquier relación de su personaje con algún actor célebre, aunque reconoce que en la profesión de actor, llegado a un cierto nivel, a un cierto lugar, los destinos se comparten, las vidas se confunden.  

Émile Maugin está a punto de cumplir los sesenta años y no confía en su corazón. Un prestigioso médico confirma sus temores, aunque aún le da un margen, algunos años más, si se cuida. Pero Maugin bebe, bebe en cualquier sitio, cualquier vino tinto, se abisma, incapaz de escapar a un porvenir que conoce. Es un actor en lo más alto de su carrera, reconocido por el público, exitoso, se ha casado con una mujer de veinte años, tiene una hija, aunque no suya,… Toma lo que quiere con la urgencia del instante y la dejadez del que ya nada valora. Un hijo no reconocido, un secretario diligente, una criada siempre dispuesta a mantener relaciones fugaces con él,… Más, todo, nada. Necesita un cambio, pero cuando se decide, solo encuentra resistencias y un aburrimiento mortal. Él, la novela, se mueve a través de un aire enrarecido. Una atmósfera, una reducción del tiempo, del tiempo de la respiración. Georges Simenon escribe una de sus mejores novelas, y esto, esto es mucho. Una épica de la derrota. 

Podría aferrarse al amor, al amor de esa veinteañera, de la niña que venía con ella, pero no es seguro que ella le ame. Atrás han quedado otros matrimonios y demasiadas mujeres tomadas como venían. Aferrarse a un trabajo que se ha convertido en una rutina. Una rutina que le complace a ratos, como le complace a ratos cualquier cosa. Le queda la bebida, que le hace perder hasta el conocimiento, el recuerdo de las últimas horas, y en la que permanece la culpa. La urgencia de la inconsciencia se transforma en la urgencia de vivir, en contraposición a morir. Se hunde en el silencio de los lugares que habita, en la inmovilidad del aire, una calma que es el cese de otras tantas cosas. Siente la imposibilidad de vivir así, y también siente la imposibilidad de seguir viviendo de otro modo. Un disgusto general consigo mismo y con los demás. Primero, siempre, consigo mismo. Los demás se mueven entre sus dudas o carecen de importancia. No son nadie para él. Un instante, unas palabras. Siente la incomodidad. Le gustaría poder decir, finalmente, aquello que perseguía, aquello de lo que huía, pero no puede seguir más allá de los puntos suspensivos. Es esos puntos suspensivos. El anuncio de algo, de una conclusión. Una conclusión que busca y de la que huye.


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