Ventisca, de Marie Vingtras (Nórdica) María Teresa Gallego y Amaya García Gallego | por Gema Monlleó
“Campos de batalla dentro de nosotros
donde los Huesos de los Muertos
luchan por volverse vivos”
Deshielo a mediodía, Tomas Tranströmer
Ventisca, ópera prima de Marie Vingtras (Renner, 1972), es un libro-abanico. La historia se abre y se cierra, se muestra a pedazos, se entrevé. El abanico agita las varillas y el dibujo que nos ofrece cada vez es distinto: cae un dato, cae una pista, y vuelve a cerrarse. Se abre de nuevo, deja ver un indicio, y se cierra otra vez.
¿Estamos ante una novela negra, un thriller? No exactamente. Si existe la novela blanca como símbolo de lux nivea y cegadora, Ventisca estaría en este grupo. ¿Hay un misterio? Sí. ¿Hay un recorrido literario hasta su resolución? Sí. ¿Hay sospechas? También. ¿Sospechosos? Varios. ¿Entonces? Regreso al libro-abanico a medio camino entre el amor y el suspense. ¿El amor? Sí, a veces el amor también es muy polisémico.
Alaska. Un pueblo aislado. Una tormenta de nieve, ¿la última del invierno? Un niño que se pierde.
Y ante el conflicto, el posicionamiento. Y ante el posicionamiento, las capas y las sombras. Los personajes de Ventisca son (de nuevo) abanicos en sí mismos. Cada vez que se despliegan vemos o intuimos aspectos nuevos. Cada vez que se (nos) muestran hay un hecho del pasado o un deseo del futuro que modifica la visión inicial que teníamos del personaje.
“Lo he perdido. Le solté la mano para atarme los cordones y lo he perdido”. Así empieza Ventisca, sin preámbulos, desde la voz de Bess. Bess, que cuida del niño, todavía no sabemos por qué, entendemos que no es su madre, pero ¿qué hace allí? En la siguiente escena Benedict Mayer, el ¿padre? del niño, advierte que no están en casa (“incluso una chica tan peculiar como ella debería haber sabido que no se sale de casa en plena ventisca”) y sale a pedir ayuda a sus vecinos: Cole (el “ahijado” del viejo Magnus -el padre de Benedict– “cuando llegué aquí sabía poco más que un crío, pero me lo explicó todo con paciencia, como si fuera posible recuperar el tiempo perdido”), Freeman (el californiano negro extrañamente afincado en este paraje perdido, “aquí puedes olvidarlo todo y que te olviden”), y Clifford (que no tiene voz pero al que todos aluden).
Personajes entre perdidos y perdedores, seres atormentados, con traumas que los arrastran sin (parece) llegar a hundirlos, aspirantes a la redención, plagados de claroscuros-casi-negros, algunos con la herencia del mal en la sangre, otros en proceso de expiación, algunos violentos que violentan y otros violentos a la fuerza tras ser violentados (“nunca me he sentido tan en mi lugar como aquí, con todas estas piezas de un ajedrez incompleto”). Todos con la ventisca del título en su interior (“he intentado mirar si veía algo, pero todo está blanco, como si al paisaje le hubieran echado encima una manta grande”). Todos en tormenta permanente, con la esperanza sólo entre brumas, vencidos por el determinismo tras intentar cambiar su destino más de una vez.
“No veo nada. La nieve sale volando desde el suelo en torbellinos y, cuando alzo los ojos, está nubladísimo. El aire es incoloro, como si todos los colores que existen hubieran desaparecido, como si el mundo entero se hubiese disuelto en un vaso de agua.”
En Ventisca también tienen importancia los fantasmas, los espectros que no aparecen, los que están muertos (“los muertos ocupan a veces más sitio que los vivos”) y sólo son un recuerdo en los vivos: Cassandra, la hermana de Bess; Magic, el hijo de Freeman; Thomas, el hermano de Benedict. Ellos están y no están, son la ausencia presente que tortura (iremos descubriendo por qué) el hoy de los personajes. No hay huida en la memoria (“dormí para que el dolor se me quedase encerrado en el cuerpo, para que se metiera en todas las células de todos los órganos y no formase ya sino un todo conmigo”), no hay dónde esconderse, los que no están rompieron los equilibrios y los que están permanecen cojos, frágiles, desorientados (“estoy solo con mi vergüenza, solo con recuerdos tan precisos como el primer día. Solo con un dolor acerado como una cuchilla”).
Ventisca es un libro de voces, cada breve capítulo está narrado desde la subjetividad de los protagonistas, desde la interioridad de cada uno. Es esta sucesión de monólogos interiores, que no interpelan a sus pares sino al lector, la que le permite a Vingtras mirar hacia el pasado de sus vidas y mostrarlos tal cual son realmente ahora, sin filtro social, de amistad o de proximidad vecinal. Y es que en este pequeño pueblo de Alaska se confunde la amistad con la vecindad y la proximidad con el deseo real de compartir. Pocos habitantes, entorno hostil (“tierra de desolación que rezuma desventura”), fronteras personales difuminadas. Y el clima, la ventisca que al igual que en Los odiosos ocho (Quentin Tarantino, 2015), enclaustra y a la vez agita las decisiones de cada uno de los personajes.
Las voces: “voy a abrir esta puerta y volverá a ser demasiado tarde. Lo único que sé hacer es llegar siempre después, cuando lo peor ya ha ocurrido”. Las voces: “hoy velo por algo muy vivo y respetaré mi promesa. Después Dios podrá mandarme todas las tempestades del mundo”. Las voces: “no por casualidad habíamos aterrizado aquí, en un lugar donde podías ser quien quisieras sin que hubiera nadie que te buscase las vueltas”. Las voces: “tampoco sé lo que vi en ellos en aquel momento. Algo que desentonaba entre el gentío, una anomalía visual. Luego creí que la cosa podría dejar de repetirse, que existía una escapatoria. Y me volví a equivocar”. Las voces: “lo hice porque creí que alguien tenía que hacerlo y que tenía que ser yo porque no puedes pedirles a los demás que carguen con semejante peso en tu lugar”. Las voces: “a veces el lastre de los secretos pesa tanto que ni siquiera sabemos ya cómo quitárnoslo de encima salvo desapareciendo con ellos”. Las voces, las voces como coro, las voces sin pertenencia, sin indicar quién dice qué, porque cada frase podría ser emoción, acción o pensamiento de más de uno de los protagonistas.
Una polifonía de voces que aúllan en un pueblo de Alaska, en un no-thriller-casi-western donde todo está oculto y donde la ventisca, en tal que fuerza de la naturaleza, es implacable y empuja a los personajes para que salga a la luz lo que los mantiene rotos aunque derechos, los secretos que son condena y aliento de vida, la mitología litúrgica de cada uno, en un antigatopardismo (“todo había vuelto a ser como antes, con la diferencia de que ya nada volvería nunca a ser igual”) que inevitablemente los salva o sentencia ante la imposibilidad de escapar de uno mismo.