Construyendo Babel, de Hilario J. Rodríguez (Contraseña) | por Gema Monlleó

Hilario J. Rodríguez | Construyendo Babel

“La biblioteca es ilimitada y periódica. Si un eterno viajero la atravesara en cualquier dirección, comprobaría al cabo de los siglos que los mismos volúmenes se repiten en el mismo desorden (que, repetido, sería un orden: el Orden). Mi soledad se alegra con esa elegante esperanza.”
La biblioteca de Babel, Jorge Luís Borges 

El primer libro que leí de Hilario J. Rodríguez (Santiago de Compostela, 1963) fue Las desapariciones (Newcastle, 2022) y al no saber cómo calificarlo lo bauticé como “un libro raro”. Ahora, terminado Construyendo Babel (otro libro raro), y matizando que raro es un adjetivo siempre positivo en mi boca/pluma, sostengo empíricamente que la rareza no está en los libros de Hilario, sino en él como autor. Y como entre raros nos reconocemos (a la manera del “Je est un autre” de Rimbaud), desde aquí mi saludo de una rara a un raro: ¡hola, Hilario!. 

Sin haber leído el resto de su obra (ensayos cinematográficos y obras de ficción) me aventuro a afirmar que los libros de Hilario se construyen a partir de las ausencias, de lo oculto, de las fugas, del misterio de lo que está y lo que no está. En Construyendo Babel el placer de la lectura y el enigma, para mí, es saber dónde está él. ¿Libro autobiográfico? En el íncipit escribe que no. ¿Autoficción? Quizás es la etiqueta que más se le ajusta y la que me permite el wallyano juego: ¿dónde está Hilario? Tengo la sensación de que él sabe que entre todo lo que escribe se “cuelan” intimidades que tal vez no quiere desvelar, pero que una vez en el texto forman parte del totum que lo vertebra y no puede (¿quiere?) dar marcha atrás. ¿Es entonces ese afirmar que “no todo es real” la coartada para enmascarar todo lo que sí lo es? Desde mi credulidad absoluta (como lectora, como persona) todo lo leído existió tal cual está escrito. Si no es así, Hilario, por favor, no me lo digas. 

“En realidad, creo que soy un ser humano frustrado. Presumo de vida, y solo tengo una biblioteca. A esta última he conseguido darle un sentido, un rumbo que la contenga de la A a la Z; sin embargo, mi vida continúa dispersa, carente de orden alfabético.” 

¿Qué es Construyendo Babel? El tópico del libro-artefacto encaja aquí, porque no se trata sólo de un libro, se trata de un repaso histórico por la construcción de una biblioteca personal, la de la Babilonia del autor, la de la confusión de lenguas que no es más que la suma de gustos e intereses de cada uno de sus momentos vitales. Construyendo Babel es el bildungsroman literario de un escritor que de joven escribió el índice de sus obras completas (de nuevo: es un raro). Construyendo Babel es el caos ordenado de una biblioteca que quisiera ser pirámide e, inevitablemente, la biografía-no-reconocida-como-tal de un escritor al que le hubiese gustado construirlas.  

Se abre una compuerta. En la oscuridad vislumbro luz al fondo. Entro. Cierro. Camino. Leo. Siento una presencia a mi lado. ¿Me habla?.No es un hombre. No es Hilario. Es una voz femenina. Es una voz extranjera. Es… ¿ella? Sí, ¡es Lyudmila Pronek! La amiga-novia-abandonada de Hilario en su época de squatter londinense (“le gustaban los libros, las películas, los museos, los paseos y, sobre todo, las cantinas. Aún así, la dejé”). La desaparecida que de manera intermitente aparece en el libro, la que “solía hablar poco a no ser cuando le daba por zanjar conversaciones con opiniones contundentes, como si fuera una poeta consagrada” (como si fuera una detective salvaje, añado yo). ¿Va a ser Lyudmila quien me guíe en la escritura de este texto? No sería tan extraño, y más teniendo en cuenta que mientras leía el libro otro de mis juegos era adivinar dónde volvería a encontrarla. Persona-personaje, más metáfora que literalidad, más figura retórica que ser humano (Hilario dixit), más nebulosa que cuerpo definido (“ya no puedo asociar el nombre escrito con ningún rostro concreto. Si hoy me la encontrase en la calle, no la reconocería”). Lyudmila, la del nombre de ortografía confusa, la de la “vida sin adjetivos ni adverbios”. 

Te sigo Lyudmila, escribo. 

“Debió de ser hacia finales de los años sesenta cuando me hice accionista de Babel.” 

Hilario se aferra a su biblioteca como quien se aferra a un cuerpo, a su propio cuerpo (¿el que Lyudmila no tiene?), a sus órganos, a su significado, a su continuidad en la vida, a su destino. Los libros como atlas, Babel como posibilidad bidireccional hacia dentro y hacia afuera (“Gracias a los libros me he librado de ser yo mismo; poco a poco me han ido transformando en un núcleo que se expande. Cada lectura es una constatación de que solo no habría sido gran cosa”). La (su) biblioteca es una atípica vuelta de tuerca a la Carta al padre de Kafka y también un refugio, un saco amniótico, una posibilidad de contener(se): “páginas, maleza, palabras…Babel”. Hilario, viajero incansable, habitante de fidelidades sucesivas a diferentes ciudades del mundo (“con los viajes las perspectivas que uno tiene del mundo se multiplican”, y yo añado: con la literatura también), disgregado al albur de inquietudes y desasosiegos varios, encuentra su “centro de gravedad” en su biblioteca, el antídoto contra el castigo de Antígona: errar eternamente.  

“¿Qué lees? Ese era el lema, la forma de identificarnos unos ante otros y demostrar nuestra culpabilidad, nuestra inocencia”. Los libros como santo y seña de una hermandad dispersa a la que el Hilario lector pertenece, a la que (perdón por la osadía) los lectores compulsivos pertenecemos. Los libros como dioses a los que adorar desde el más puro infrarrealismo al que (el dios) Bolaño dio nombre. Los libros como guiño y salvación contra el tedio. Los libros como patria del “terrorismo” literario en el que todos caben (sí, con Céline, Burroughs y Artaud –“ese alucinado pernicioso para la educación de cualquier joven” según su padre- a la cabeza). Los libros como acumulación inicial quizás no de saber, pero sí de alimento (“lee primero y ya habrá tiempo de entender después”, le decía Veli a su hermano adolescente Hilario). Los libros como corazón y alma, a la manera del mismo corazón que destacó en Hilario su entrenador de atletismo Almuiña en los años de instituto. Los libros como arma de defensiva (“hay quienes salen a la calle con un revólver porque la vida les parece amenazante; yo salgo con libros”), como revulsivo ante las horas muertas. Los libros como abrigo por si hay que caminar en la nieve por los alrededores de Herisau. Los libros como inagotable cacería gozosa. Los libros como intimidación inicial para el escritor en ciernes, a la manera de Orhan Pamuk en La maleta del viajero, donde las alabanzas por Flaubert o Tolstoi le obligaban a situarse en la periferia literaria. Los libros como afirmación existencial (“existes, luego lees”) que comparto y rubrico: “mientras añada volúmenes y más volúmenes, existo”. Los libros como tumba del lector que uno fue, del lector que lo habitó (preciosa en su tristeza la anécdota del libro de fotografías de Samuel Beckett, el libro-tumba del padre). Los libros como la alquimia de los mensajes cifrados de Lyudmila que van iluminándose mientras paseo por Babel.  

“Y de un párrafo a otro llegó el invierno.” 

Hilario ama los libros y establece diálogos con sus autores y personajes (o a mí así me lo parece). Acompaña a Geoffrey Firmin por las cantinas, se siente tan dividido a veces como el personaje de Hrabal que tiene su casa sobre la frontera, aporrea el piano con el flequillo de Glenn Gould abanicando su sed lectora, se identifica con el niño Danilo Kis (el mismo que según su psiquiatra Zeljo Popovic -y cuya noticia le llega a Hilario a través de, de nuevo, Lyudmila- “tiene el corazón en el sitio equivocado”), remonta el Congo en Gloucester desde la abyecta sombra de Fred y Rosemary West, reconoce en las Vidas minúsculas escritas por Pierre Minchon una suerte de espejo de feria desde el que visualizar su propio Babel, se contempla en la desorientación emocional que habita. los libros de Agota Kristof, Clarice Lispector o Fleur Jaeggy, y se abraza con el Philip Roth de Patrimonio en tanto que hijo y con el Herman Roth del mismo libro en tanto que padre. 

Los libros para Hilario son el medio desde el que contar y contarse (“a mí me ha dado por dejar impreso en los libros de mi biblioteca un fragmentario recuento autobiográfico para paliar de ese modo mi desmemoria”). Leer la desinhibición de Annie Ernaux, su forma de convertir la intimidad del pasado en un presente estable, “sin desequilibrios ni borrones”, le vale para explicarnos el adulterio de su abuelo y como “mi abuela estuvo a punto de perder la vida cuando la amante de mi abuelo le cortó el cuello con un cuchillo de cocina”. Leer las Nótulas de Cristobal Serra le vale para situarse él también en “la República de los Solitarios” por vía genética, la misma a la que perteneció su padre (“mi padre tenía esa tendencia soñadora de las abejas”) y que le legó (a la manera del manuscrito hallado entre la obstinación y el azar) un título que no desvelo. Leer a Steinberg y sus Crónicas del mundo oscuro (el más oscuro, el de Auschwitz: “la única forma de sobrevivir era dejarse diluir en la masa, perder los contornos”) le vale para hacer un repaso por la (des)memoria histórica y relatar las tragedias familiares de la guerra civil y la dictadura (Celso Bazal, la tía abuela Palmira, el abuelo: “con el tiempo me di cuenta de que detrás de su silencio y de su mirada perdida se escondía algún dolor subterráneo, íntimo”). Leer La orilla del mar de Véronique Olmi es el pretexto para viajar en el tiempo hasta aquel primer televisor en blaco y negro en el que “la nieve” se asemejaba a las nubes y todo era todavía posible, incluido el creer las historias de las mil y una noches by Hilario’s father. 

Y es que incluso en las anécdotas que no tienen que ver con los libros, como la vez que el niño Hilario rompió el polichinela de porcelana de mamá, es imposible no establecer relaciones literarias. ¿No es ese polichinela maltrecho como la figurita del soldado manco enamorado de la bailarina que tan bellamente escribió Javier Marías? ¿No es el recuerdo sus años de juventud-sexo-drogas-violencia-alcohol en Londres (“quienes conseguimos sobrevivir después de tantas pruebas, ya no éramos los mismos”) una música en la que de fondo se escuchan los versos de Gil de Biedma? 

“Para mí, tener una biblioteca es algo parecido a tener un álbum de fotografías muy peculiar, en el que la infancia y la vejez se confunden.” 

Hacer una lista exhaustiva de los autores mencionados en este Babel es tan infructuoso como innecesario (“je ne me souviens”, Hilario dixit). En Babel casi todo(s) cabe(n), aunque Hilario admite una cierta preferencia “por los escritores y los libros rotos” (que yo comparto) y también por los (de nuevo) raros: desde Cristobal Serra (ese “artífice de notas musicales a la deriva”), Carl Seeling (el escritor-transcriptor de los Microgramas de Robert Walser, ¿serían esos textitos ininteligibles la primera desaparición del paseante?), Joe Gould (mendigo-escritor de un libro inexistente en el que refundar la voz de Walt Whitman en prosa), Samuel Beckett (ese escritor “capaz de envejecer a sus lectores”), Henry Darger (con su inédita novela monumental The story of teh Vivian Girls, que Hilario pudo leer -en parte, son 15.000 folios- en Chicago) o Henri Simon Leprice (-que tanto me ha recordado a Aliocha Coll-, y su locura ventrílocua plasmada en su autobiografía Nous ne vieillirons pas ensemble). El resto (Bernhard, Weil, Strindberg, Verne, Bataille, Genet, Hesse, Salgari, Benet, Dostoievski, Conrad, Berger, Artaud, Fante, Poe, Ballard, Zweig, Nabokov, Faulkner, Walser, Pynchon, Piglia, Highsmith, Auster, Rimbaud, Benjamin, Flaubert, Zaniewski, Lerner…) son el “dique de contención contra el desorden de la vida”. 

Anochece, leer ya no (nos) está prohibido, pero persiste cierta clandestinidad en algunas lecturas. El halo de la linterna está en la memoria, regresión adolescente (¿en todas las casas hubo siempre libros a los que no acercarse?), abro un libro, entro en otro mundo, la realidad se expande, al fondo una risa de mujer, una frase reverbera (“si me salvas, te salvo”), sonrío ante el eco, refundo mi patria, leo. Shhhht, Lyudmila. Hola, Babel. 

Coda 1: La primera edición de Construyendo Babel se publicó en 2004 (Tropismos). En esta reedición el autor ha revisado el texto y añadido un capítulo nuevo. 

Coda 2: La portada de Construyendo Babel ha estado a punto de empujarme a inscribir esta reseña en El Ciclo del Agua. Nadadores en un libro-piscina, no puede ser más sugerente. 

Coda 3: Querido Hilario, ¿cuántas veces te han acusado de padecer el mal de don Quijote? ¿serán más que a mí? 


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