Una mujer y la guerra, de Yoko Kondo (Gallo Nero) Traducción de Yoko Ogihara y Fernando Cordobés | por Juan Jiménez García

Yoko Kondo | Una mujer y la guerra

Un verso de Guillaume Apollinaire: El cielo está estrellado por los obuses de los boches. La belleza en una guerra, entre el desastre de la destrucción, entre las ruinas, la lenta deriva hacia el río de la muerte. Es complicado entender esa belleza en esa ceremonia de la destrucción, de descenso a los infiernos más profundos del ser humano. La poesía del poeta francés (que poco tenía que agradecer a esa guerra que, al fin, con lenta paciencia, acabó con él), intentó conjurar miedos y anunciar anhelos. Pero ¿por qué estoy escribiendo sobre Apollinaire y no sobre Yoko Kondo? Porque él venía a mí en las páginas de ella, y ni tan siquiera es el fruto de un azar, si no, pienso, algo compartido. Porque Una mujer y la guerra también está construido en el espacio que queda entre la guerra y la muerte. Porque su paisaje es un paisaje de ruinas y porque el cielo está estrellado por las bombas de los americanos. El futuro es incierto, el pasado pesa, y hay que seguir viviendo. La tragedia se sostiene con dificultad y esa es una de las razones que nos hemos dado para sobrevivir como especie. Los días pasan, todo se desmorona, pero se vive, con pocas o muchas razones para ello. La protagonista fue prostituta en un pasado cercano, pero ahora está con Nomura. No disfruta del sexo (ni con él ni con nadie antes que él) pero le gusta. No renuncia a lo que fue y, en cierta manera, a volver a serlo. También le gusta la guerra, una guerra que no quiere que acabe nunca. El tiempo discurre entre los espacios vacíos de su existencia. En la narración de Yoko Kondo (basada en un relato de Ango Sakaguchi, censurado en su día) esos espacios vacíos atraviesan sus viñetas, habitan sus silencios, tienen algo de melancolía, de esperanzas no defraudadas, sino nunca esperadas. Hay un impulso mortal, hay una celebración de un placer que ella no alcanza, tormentas silenciosas, una lluvia que solo se anuncia sin que aparezca nunca. Una oscuridad visible. Tardó un año en dibujarla y mucho más en pensarla. Había nacido después de la guerra, ¿cómo capturar todo aquello? No hay explosiones, sino ruinas. Ese aguardar el final, sin pensar mucho en él. Los bombardeos se anuncian. Sobrevivir, se sobrevive. El periódico informa de la noticia de una misteriosa bomba lanzada sobre Hiroshima. ¿Y entonces? 

Entonces la guerra acaba y la vida sigue. Ese movimiento continuo. Nadie sabe qué ocurrirá, ni con el país ni con las personas, ni con ella. ¿Sabemos su nombre? No, es ella. ¿Volverá a su antigua vida? ¿Seguirá con él? Los rostros desaparecen. En esa melancolía de imágenes que se desvanecen, que surgen para volver a esconderse, que se dirigen o escapan a la oscuridad, en el cuerpo recorrido y atravesado de ella, en esa búsqueda del placer, en las dudas. En la necesidad de que la guerra también destruya algo más que vidas y edificios. Algo intangible que está en su interior. Que la libere, de sí misma y de los otros… Del tiempo. Que la entregue definitivamente al deseo, un deseo que aparece una y otra vez, entre esos escombros. Como un viento que deberá llevarse todo y también golpearnos. Un viento contra el que podemos resistirnos, caminar a la contra, o dejarnos ir, pero que no deja de alcanzarnos.


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