La hija, de Pauline Delabroy-Allard (Lumen) Traducción de Lydia Vázquez | por Gema Monlleó

Pauline Delabroy-Allard | La hija

“…y he aquí el pasado y el futuro al mismo tiempo renunciados”
Partición de mediodía, Paul Claudel 

La hija, segunda novela de Pauline Delabroy-Allard (Francia, 1988), es una narración sobre la búsqueda de la identidad. Pauline, homónima de la escritora, parisina, en la treintena, tiene tres nombres que acompañan al suyo (Jeanne, Jérôme, Ysé), una familia que apuesta por los silencios (“En mi familia no se habla del pasado, de los pasados. El pasado de nuestro padre no se evoca jamás. El de nuestra madre, menos aún. En su pasado común, antes de nuestros nacimientos, ni se nos ocurre pensar”), y muchas dudas. Pauline está embarazada y el momento de saber, de saber sobre el pasado, de entender los silencios, de mirase en los espejos reconociéndose, es ahora (“Tengo treinta años. Celebro mis treinta años. Los celebro sabiendo que a partir de año próximo nuca más celebraré sola mi cumpleaños. Habrá otra persona a mi lado, esa otra persona que crece en mi vientre”). La futura maternidad es la carrera de fondo (¿)contra(?) la que se estrellan sus preguntas (“Quiero excavar la gruesa capa de esa identidad que es la mía, que parece ser la mía, antes de parir una nueva identidad. Quiero escarbar el palimpsesto”). 

“¿Qué puedo hacer?”, “¿qué debo hacer?”, “¿qué debo esperar?”, estas tres preguntas, las fundamentales en el desarrollo filosófico de Kant, a quien Pauline evoca a menudo (“las palabras de Kant me golpean el cráneo”), serán su guía mientras Pauline escribe, mientras Pauline se escribe. Porque la escritura es el modo que tiene Pauline de arraigarse en el mundo, la escritura es el diálogo consigo misma con el que Pauline intenta entender(se), la escritura es el método de Pauline para exorcizar los fantasmas que acarrea (“las imágenes, los fantasmas, se te pegan. Auténticas sanguijuelas”). 

“Escribo porque la mirada de mi madre se evapora, porque su silencio me envuelve. Escribo para rellenar los vacíos. Escribo para ver después. Escribo para gustar. Escribo para pasar la noche. Escribo para triturar con la yema con el dedo las heridas de la existencia. Escribo para disgustar. Escribo para dejar de tener miedo. Escribo para salvar lo que puede salvarse. Escribo para saber quién soy. Si no obtengo respuestas, me lo inventaré.” 

Lo que parecía que iba a ser “sólo” un viaje hacia el pasado, una excavación arqueológica familiar no-autorizada (“somos una de esas familias que sabe reírse de las desgracias con tal que sean actuales, hic et nunc, hasta de las más graves, sabemos reírnos de la muerte, nos esforzamos en bromear pase lo que pase, a condición de que se trate de cosas perceptibles”), muda por un hecho traumático. El hecho del día blanco. El momento de un crac que lo vertebrará todo (y que no desvelo). El instante que se convertirá en la verdadera frontera entre el A.P. (Antes del Presente, “apé” en la voz de Pauline) y todo lo anterior y posterior.  

Contexto: París, unos días después de Navidad. París, todavía con los parpadeos de las decoraciones navideñas en las calles. París, en el silencio de las post-fiestas. París, la nieve. París, una ciudad blanca. París, una ciudad atrapada, inmovilizada, helada. París, sin ruido ni gente en las calles. París, el tiempo suspendido en una blancura cegadora.  

Y la nieve, esa misma nieve que cubre París, envuelve también a Pauline. Pauline en el hospital. Pauline, encerrada en su interior . Pauline y el envenenado regalo del silencio, el silencio blanco, el silencio ensordecedor. Pauline, mente nívea (“En mi mente, todo está blanco. Es un mundo, un mundo nuevo. Enteramente blanco”). Pauline, mudez (“Los médicos están preocupados por mi estado. La ausencia de lágrimas. La pérdida total del uso de la palabra durante varios días, luego un mutismo casi total”). Pauline y los días albugíneos (“la blancura dentro de mi cabeza, tan blanca como los azulejos blancos del suelo, tan blanca como la blancura de la ciudad, fuera, completamente nevada, y de mi voluntad de seguir el hilo que ese día se rompió”). 

Y Pauline sale del hospital y, aunque ahora sea otra (mariposa de nuevo larva), recuerda su búsqueda. Pauline, que se llama Jeanne. Pauline, que se llama Jérôme. Pauline, que se llama Ysé (“en realidad somos cuatro, cuatro en la misma persona, cuatro en mi cabeza, cuatro en mi cuerpo”). Y cada nombre será un viaje, un episodio cerrado que pertenece a otro episodio cerrado. A la manera de las matrioshkas (“habitan en mí. Ocupan mi persona”) Pauline, Jeanne, Jérôme y Ysé se contienen, se buscan, se encuentran (“no es algo anodino estar escoltada, en la existencia de una, por tres desconocidos”). 

Y en el tránsito, en el camino, personajes secundarios que le dan la réplica o que explicitan su propia realidad: la abuela, el sepulturero (“sabe usted, escribo para cavar mi propia tumba”), Émile, el gato Tutú (el llanto del bebé gato atrapado en el espino, el gran silencio -blanco- antes del maullido), Maxence, Solange… Y Pauline, que no habla pero que con ellos sí se expresa. Y Pauline, que se aleja de su entorno para encontrarse desde otro lugar. Y el lugar será la gruta de Pech Merle, y será Susa (Túnez), y será el cementerio de Montparnasse, y será la biblioteca polvorienta. Y el lugar serán los libros de Marguerite Duras y Paul Claudel, y el teatro, y la piscina entre las colinas. 

La hija es una novela sobre la familia, sobre cómo nos marcan los (tantos) comportamientos heredados pero no aprehendidos. Pauline se busca, y en su retrato halla más a su madre que a sí misma. Pauline se interroga, y todas las preguntas apuntan hacia la marca primigenia, hacia los momentos del mundo antes de su mundo. Pauline “apé” regresa al saco amniótico (no es casual su necesidad de nadar en el último tercio de la obra: “tengo la cabeza sumergida, yo estoy sumergida, cierro los ojos, un instante, miro al fondo, hacia la hipnosis de los hilos de oro en un azul vulgar”) para entender(se) desde su “antes de ser” (“soy un feto en el vientre de la casa”). 

Pauline y “esa idea insensata de nombres premonitorios”. Pauline y el día blanco. Pauline y Kant. Pauline y la escritura. Pauline y la memoria. 

“Escribo para dar envergadura a la existencia (…) Escribo para decir lo que he creído ver en el mundo de las sombras, en el mundo desquiciado, escribo para decir que pasé por aquí, escribo para dejar un rastro de guijarros, escribo para volver a encontrar mi camino en el bosque.” 


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