Como un cielo en nosotros, de Jakuta Alikavazovic (Muñeca Infinita) Traducción de Vanesa García Cazorla | por Gema Monlleó

Jakuta Alikavazovic | Como un cielo en nosotros

“O quizá solo sea el pasado, que siempre es más pequeño de lo que una habría creído” 

La amante de Wittgenstein, David Markson 

No sabía que se podía dormir en un museo. No sabía que, si tienes un proyecto que lo justifique, es posible solicitar un permiso especial y pasar la noche entre obras de arte. No sé si en todos los museos, pero sí en algunos. Uno de ellos es el Louvre, protagonista de la noche que narra Jakuta Alikavazovic (París, 1979) en Como un cielo en nosotros. 

¿Algún sitio más adecuado para viajar al pasado que un museo? París, 7 de marzo de 2020, Museo del Louvre, sección de Antigüedades, bajo la dulce vigilancia de la Venus de Milo (”aplasta todo lo que encuentra a su paso. A lo mejor esta sea la definición más precisa de una obra maestra: una añadidura al mundo que, no obstante, produce el efecto de una sustracción”). Jakuta Alikavazovic, escritora y experta en arte, saco de dormir mediante, iniciará un viaje por su infancia en un diálogo constante con su padre, aquel que cada vez que la llevaba al museo le preguntaba: “¿Y tú como te las ingeniarías para robar La Gioconda?”. 

Él es el protagonista in absentia del libro. Yugoslavo, emigrante en París por el amor de una mujer y por su negativa a hacer el servicio militar, artista, enamorado de la belleza y del Louvre: “una ciudad dentro de otra ciudad”, un lugar donde refugiarse en el invierno y en el que el idioma no era un impedimento para permanecer extasiado. Y ella, la hija, en la más comaliana tradición, buscará a su padre, al de entonces, al de cuando ella era pequeña, entre las estatuas del museo: “esta noche he venido aquí para volver a ser la hija de mi padre”. 

Un museo es un lugar distinto de noche que de día, con gente que sin gente: “Lo que devuelven las columnas, las losas, los pedestales y las estatuas del Louvre cuando todo el mundo se ha ido es, en primer lugar, el rumor de los pasos, el eco de todas las palabras que se han pronunciado allí a lo largo de la jornada”. Un museo, un edificio tan habitado, la anti-intimidad, va tornándose poco a poco en un sarcófago silente, en un desierto en el que los ojos de los lienzos llegan a parecer espejismos. Y ante las cuencas de los ojos de la Venus de Milo y las pupilas frías e inertes que contemplan a Alikavazovic, ¿cómo resistir la tentación Bànde a part (Godard, 1964)?: “Corro, salto, giro. Me quedo sin aliento”. La niña que ya no lo es juega en el museo, juega con el museo, mientras papá sigue preguntando en su memoria: “¿Y tú como te las ingeniarías para robar La Gioconda?”. 

El libro esconde un secreto, el bolso de Alikavazovic esconde un misterio que ha pasado desapercibido a los vigilantes del museo. Y el secreto no es sólo el contrabando de nougat (está prohibido comer, pero…), hay algo más, la voluntad de transgresión (“que constituye una relación intuitiva y espontanea con los espacios y la ausencia”) que acercará a la escritora, una vez más, al padre. El Hermafrodita durmiente la observa mientras se sienta en el lecho de mármol que le esculpió Bellini, los Hermes y las Venus “parecen erizarse discretamente” cuando se apagan las luces. Oscuridad en el Louvre. “¿Y tú como te las ingeniarías para robar La Gioconda?”. 

“Era apuesto y encantador. El encanto era su medio para sobrevivir, el encanto era la forma que adquiría su inteligencia, su obstinación en vivir la vida que soñaba, él, que no tenía nada. Nada, aparte de su encanto”. Y es que el gran admirador del Louvre, el artista ¿frustrado? (en ningún momento queda claro cual era su medio de vida), el emigrante al que se le resistían los colores en francés, admiraba a Vincenzo Peruggia, el cristalero francés que robó La Gioconda para (en su versión) devolvérsela a Italia después de tenerla dos años escondida bajo su cama. Admiraba también a Guillaume Apollinaire, el primer sospechoso del robo y a Géry Pieret, un “aventurero” (sic) que vendió a Pablo Picasso unas estatuillas robadas. Todos ellos de origen extranjero, como él. Todos ellos algo más que meros artistas, todos ellos fundacionales a su modo de distintos idiomas del arte. ¿Cómo narrarse en un idioma extranjero? ¿Cómo hablar a una hija desde la carencia de la plenitud de un idioma? Tal vez explicándole “los cuentos” de los no-fantasmas que poblaron el Louvre mientras también ellos se preguntaban: “¿Y tú como te las ingeniarías para robar La Gioconda?”. 

Pero no hay homenaje familiar sin rebeldía adolescente, sin parricidio kafkiano en la juventud, y Alikavazovic que de su relación de pareja escribe “¿de veras es esto una relación? ¿o no es más que una distancia?”, podría dedicar las mismas preguntas a su ayer con su padre, al ayer posterior al de la niña orgullosa de su peculiar papá, el que no veía el dolor del mundo (tal vez para mantener el suyo propio aletargado), el del optimismo inalienable, el que “quería vivir en la belleza”. Ella se aleja alejándose del arte, dejando de visitar museos, abandonando la universidad, fingiendo no saber jugar al ajedrez, “olvidando” objetos regalados por él en un exilio autoimpuesto, abandonando a ojos de otros su idioma (el legado más preciado para el emigrante, el que asienta a los hijos en el que sí es (de ellos) su país), tiñéndose el pelo de rosa… (“cuando lo dejamos todo, ¿cómo transmitimos aquello de lo que huimos y, sin embrago, no nos suelta y nos persigue?”). Alikavazovic hizo un viaje de ida que ahora ve como un alejamiento ¿inconsciente? del padre y hace ahora, en la noche en el museo, un viaje de regreso, la última vuelta de la espiral que la devuelve al centro de su infancia que es también el centro de sí misma. “¿Y tú como te las ingeniarías para robar La Gioconda?”. 

Un día, cuando Alikavazovic tenía ocho años, su padre la dejó al cuidado de la Venus de Milo (sic) mientras salía a hacer unas llamadas. La niña Alikavazovic, obediente, esperó mientras observaba su alrededor, sin moverse de la base de la bella “cuidadora”. Esperó mientras pasaban las horas hasta que papá-ahora-vuelvo regresó corriendo y sin aliento. Más tarde Alikavazovic supo que la Venus de Milo tiene un compartimento secreto, un vacío bajo su seno derecho en el que algún restaurador ha deslizado notas para la eternidad. Ahora Alikavazovic está en el Louvre, sola, contemplando las estatuas. Ahora Alikavazovic guarda un secreto en su bolso. “¿De qué hablamos cuando hablamos de arte? De conservación. De permanencia. De deseo de eternidad”. Y yo me pregunto: ¿de qué hablamos cuando hablamos de amor? Sin duda, la respuesta es la misma: de conservación, de permanencia, de deseo de eternidad. Ahora, 2020, en su noche en el Louvre, Alikavazovic arrastra la cama plegable hasta la Venus de Milo para quedarse con ella, como le dijo su padre aquella vez.  

“¿Y tú como te las ingeniarías para robar La Gioconda?”. La pregunta permanece suspendida en la noche oscura del alma de Alikavazovic. No hay respuesta, no es necesaria. La comunión ya se ha producido en la reordenación de los recuerdos. 

A medio camino entre el ensayo y las memorias, con un hilo narrativo que tensiona la crónica familiar y pone la identidad en el centro (desde el idioma -a la manera del también emigrante Theodor Kallifatides- hasta las herencias invisibles e inconscientes), Alikavazovic escribe un texto intimista de reconciliación con el pasado a través del arte lleno de espejos en los que podemos reflejarnos.  

Coda 1: Este libro fue un encargo de la editorial francesa Stock para su colección Ma nuit au musée, a la que también pertenece el libro reseñado hace unos meses El perfume de las flores de noche de Leila Slimani (Cabaret Voltaire, 2022). 

Coda 2: Me explican que también es posible dormir dentro de la pirámide de Keops. Entre sus moradores nocturnos ilustres: Napoleón, que al amanecer pronunció la célebre frase: «Aunque os lo dijera no me creeríais”. 


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