Muestra mi cabeza al pueblo, de François-Henri Désérable (Cabaret Voltaire) Traducción de Adoración Elvira Rodríguez | por Juan Jiménez García
La Revolución Francesa fue uno de esos instantes de la humanidad (y también de la crueldad) que cambiaron el curso del tiempo sin que tuvieran una permanencia real. En apenas una década, quedaron los símbolos y las ideas y cayó la Edad Media y los reyes. Recordamos algunas muertes y recordamos la guillotina, pero tal vez poca gente conozca que poco después del comienzo de aquella llamada a la libertad, a la liberación, lo que llegó fue el terror, y que la guillotina no solo se llevó por delante a reyes y reinas, sino a entre diez mil y cuarenta mil personas, según los historiadores. Enemigos fueron todos, incluidos personajes fundacionales y fundamentales de esa misma revolución, incluida la del hombre que trajo toda aquella celebración de la muerte: Maximilien Robespierre.
En esa muerte, en ese mundo frágil, resbaladizo, se instala François-Henri Désérable para contarnos los últimos instantes de otros tantos finales. Muestra mi cabeza al pueblo (el último acto del ajusticiamiento por guillotina era exhibir su cabeza) es un libro de relatos (mejor: estampas), alrededor de algunos ilustres decapitados. Desde la asesina de Jean-Paul Marat, Charlotte Corday, hasta Danton (es una frase suya el título del libro), pasando, como decía, por el propio Robespierre, la reina, María-Antonieta, el rey, su amante, Madame Du Barry, y otros personajes históricos que acabaron, con mayor o menor dignidad, sus días con ese instante fatal. Sin importar que fueran poetas, como André Chénier o científicos fundamentales, como Lavoisier. Historias vistas por otros, aproximaciones a esos últimos días y esos últimos motivos que los han llevado hasta ahí, y también a una revolución compleja que iba a más allá de esas tres palabras, de la libertad, la igualdad y la fraternidad. Tan solo una excepción, una excepción incluso necesaria: la de Charles-Henri Sanson, eslabón en una dinastía familiar de verdugos en la que a él le tocó un papel memorable, porque vivió unos años memorables.
François-Henri Désérable, en su primer libro, se instaló en una línea que viene de Pierre Michon y sus retratos de personajes, hasta el punto de que el protagonista de uno de los relatos de este libro, es el pintor Corentin, que también lo era de Los Once, de su maestro reconocido (y ni tan siquiera es la única que vez que se acercó a la Revolución Francesa). De él ha cogido su gusto por la brevedad, aunque sin buscar su profundidad. Désérable está más interesado por el trazo ligero y por la búsqueda de las razones, de esas razones que deben arrojar algo de luz entre tanta oscuridad. O tal vez en construir leyendas o desmontar otras, historias para ser contadas al pueblo, tabernarias o, mejor, historias para salones literarios. Interesado, según confiesa, por las últimas frases de esos condenados a muerte, sus últimos fragmentos de vidas que llegan a su final abrupto, tienen algo de esas palabras finales, de aquello que debe permanecer para conocimiento de aquellos que vendrán.
Libro sobre la razón de los hombres, que siempre tiene infinidad de caras y aristas, Muestra mi cabeza al pueblo no deja ser una invitación a adentrarse en los motivos de unos y la ausencia de ellos de otros. De cómo la historia, con hache mayúscula o minúscula, es algo extremadamente volátil, casi un capricho del instante, y de cómo en tiempos confusos esa misma confusión se convierte en la materia de la que están hechos nuestros pensamientos, casi un acto reflejo. Un libro fugaz, ligero, para pensar en la permanencia y la densidad.
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