Francisca Pageo | Azar

A una sociedad a la que le sobra gente le hace falta educar a una gran parte de la población en el fracaso, y por eso dedica grandes esfuerzos a convencer a los no-elegidos de que su desgracia es su propia culpa, y que ellos mismos deberían encargarse de su propia eliminación. Se trata de una forma cruel y sistemática de la pena de muerte.

He estado viviendo con esos condenados en su callejón de la muerte, yo mismo he sido uno de ellos, quizá lo sigo siendo, y simplemente me han dado unos días de más mientras ponen aceite a la máquina de matar.

Condena sin juicio, ni juez, ni abogados. Pero condena al fina al cabo. Condena a muerte. Pena máxima. Un día recibes una carta sin remitente donde te dicen que no hay cupo para ti en el mundo de los vivos y que a partir de ese momento eres un sobrante. Espere más instrucciones, remata la misiva. Inútil huir. A partir de allí uno empieza a oler a formol. La vida se llena de lugares prohibidos. La prohibición más severa es la de no tocar a los demás. Cero contacto. Terminantemente prohibido. Es una estocada mortal, una preparación para lo que sigue. Un entrante para comenzar a probar el sabor de la anulación.

El no contacto los vuelve islas a la deriva, espectadores de un mundo donde ya no tienen lugar. Sólo pueden ver y oír. Sentidos de la distancia. Esa es la primera parte de la condena, que consiste en introducir distancia y separación; hacer que los demás se vuelvan un mundo inaccesible, como un producto de lujo visto desde una vitrina que dice no tocar.

El siguiente paso es conocido como el lavado de ser. Consiste en enmudecer la voz interior que aún reclamaba el derecho a disfrutar de la existencia en sí misma. Los sobrantes tenían que entender, sin que nadie se los dijera, que estaban perdidos porque su ser interior era anómalo, inútil, incompatible.El propósito era acelerar la renuncia. Renuncia a la fe. Para ello existía la llamada terapia de ruido combinado. Consistía en una ofuscación simultánea de la vista y el oído. Imágenes y más imágenes eran aplicadas sobre la retina, imágenes del mundo, calles, desiertos, pornografía, noticias de la guerra, noticias de deportes, clases magistrales de filosofía, fábricas en plena marcha, fábricas abandonadas. A cada imagen correspondía un sonido, un ruido que no era la versión acústica de lo que sucedía en el campo visual, sino otra cosa. A la imagen del profesor de filosofía correspondía el ruido de lavadoras en el ciclo de centrifugado, a las noticias de deportes un fragmento de la sinfonía Nº 10 de Shostakovich sonando en una vieja radio con mucha distorsión; a la noticias de la guerra le correspondía un silencio sospechoso interrumpido aleatoriamente por gritos de niños jugando y ruidos de ollas y cacerolas en la cocina. En el fondo sonaba una marcha militar con un coro añadido que decía: ha llegado la gloriosa hora de renunciar.

Esta terapia buscaba (y conseguía) anular la capacidad de contacto directo con la realidad. Los condenados se veían paulatinamente anulados, se introducía en ellos un intermediario maligno. La vida se les volvía un problema extremadamente complicado. Sus mayores logros eran poder realizar las tareas cotidianas mínimas. Era su forma de resistencia: lavar la ropa, cocinar un arroz con verduras, poner una sábana limpia en la cama. Cualquiera de esas actividades les exigían la totalidad de su exigua vitalidad.

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Número siete
Bande à part
Imágenes: Juan Jiménez García

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