De la finitud, de Günter Grass (Alfaguara) Traducción de Miguel Sáenz | por Juan Jiménez García

Günter Grass | De la finitud

Hay escritores con los que uno mantiene una relación personal, sin haberlos conocido nunca. Escritores con los que uno ha compartido algo, algo más, y por eso son otra cosa, otras cosa completamente diferente. Hay escritores con los que mantenemos una relación afectiva, rara vez explicable. Günter Grass sería una de esos escritores, desde que, adolescente, compraba sus libros sin entenderlos, en la certeza de que algún día todo estaría bien, todo tendría un sentido. Ese sentido llegó con Diario de un caracol, en el que aquel señor Duda era yo, porque yo siempre había dudado tanto cómo él, o tal vez más. Y nuestro vínculo se estrechó aún más con El gato y el ratón. Y ya no nos volvimos a separar. Solo nos perdíamos de vista, de tanto en tanto. Como últimamente. Sin razón. Günter Grass me ayudó a entender a Heinrich Böll, y los dos juntos, esa posguerra alemana, capaz de explicar el siglo y hasta nuestros días.

Y Günter Grass murió.

Tras él quedó su siglo, nuestro siglo (asistía a este como invitado de honor), y se despidió como debía hacerlo, con su escritura y sus dibujos, con su prosa y su poesía, con sus últimos pensamientos, despidiéndose de un mundo que ya no era el suyo y que tampoco es el mío ni el de tantos otros. De la finitud, que edita Alfaguara, es ese libro que nos llega ahora, como el canto lejano de sirenas aún más lejanas, sirenas que nos hablan de la belleza y de las cosas justas, y que podrían matarnos con ello (esas falsas esperanzas).

Todo en él tiene ese gusto de Grass por contar y por contarse. No es necesario nada excepcional, porque lo excepcional es el recurso de los mediocres. Él siempre construyó su obra sobre una mitología personal, llena de dioses pequeños perdidos en cualquier rincón, náufragos de alguna de tantas batallas. El escritor alemán también tiene sus heridas y, en los últimos años, se le buscaba por cualquier cosa, con esa persistencia que da la estupidez. Pero llegados a ciertas edades (y Günter Grass era sabio y viejo), ya no se teme a nada. En sus últimos fragmentos arrancados a esos últimos instantes de vida, Grass, que se hizo fabricar su ataúd y el de su mujer, que guardaba en el sótano, hay esa felicidad por todo y esa despedida de las cosas. En especial de aquel material con el que construía su obra: la palabra y la tinta, el papel y la pluma de ave. La ligereza del hombre grande.

Una escritura reconocible, porque Grass siempre escribió en ese registro personal, íntimo y evocador, en el que nos entrega generosamente las llaves de muchas de las puertas del edificio de su obra, un edificio lleno de trastos y recuerdos, aquello que decía Wisława Szymborska que era lo que importaba. Igual que se construyó aquellos ataúdes, para dejar todo preparado, escribió este De la finitud, para dejar todo en orden.

Cuaderno de campo, paseo por el bosque de una vida, caja de postales, melancolía por el futuro, despedidas, reencuentros, esperanzas, pequeñas cosas, grandes cosas. Seguir creyendo que la escritura, el arte, nos salvarán de algo, de un puñado de miedos profundos, de angustias existenciales. Günter Grass permanecerá, De la finitud no se acabará nunca, y seguiremos juntos. De algún modo. A través de esa línea que nos une y que atraviesa todo el tiempo del mundo.

[…]

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