Alicia a través del espejo, de Lewis Carroll (Nórdica) Ilustraciones de Fernando Vicente. Traducción de Andrés Ehrenhaus | por Almudena Muñoz
Llegados al punto de reencuentro con un ser conocido desde hace muchísimos años, las preguntas acerca del pasado desaparecen —«¿recuerdas ese sueño, has dejado de pensar aquello, continúas con aquella manía de…?»—, para imponerse las cuestiones referentes a cambios más apreciables —«te veo más grande, más delgado, ¡menudo cambio de imagen!»—. Como decía el Humbert Humbert de Nabokov, tendemos a considerar que las personas familiares, compañeras y conocidas se mantienen inalterables dentro del perfil que les atribuimos en la primera época de la relación; al interactuar con los demás, nos volvemos creadores de personajes ficticios y fijos al papel, a fin de simular que controlamos las páginas, el ritmo al que pasan, el simple hecho de que hay páginas, así como Macbeth siempre será Macbeth. Tan usual es descubrir que un personaje muestra una faceta nueva durante una relectura que encontrarse con una persona muy distinta a antaño si se formulan las preguntas menos tópicas y adecuadas. Y si alguien entendía de interrogantes como punto de partida para el cambio era Lewis Carroll, a pesar de que a su obra se le aplique continuamente el trato de un viejo conocido: te veo más grande, más delgado, ¡menudo cambio de imagen!
Cuando Nórdica orquesta una nueva merienda de presentación para Alicia, y la niña que todos conocemos entra en la sala, podríamos decir que, efectivamente, es más grande, no muy gruesa, luce su reconocible lomo de tela celeste y se ha lavado el rostro y se ha rodeado de flores frescas hasta parecer un poco mayor de lo que recordábamos, en cualquier caso inocente y de juventud inmortal como nos gusta imaginar a los personajes de la infancia. Y, sin embargo, para esta Alicia ni siquiera hay una merienda, que es cosa del tomo anterior Alicia en el País de las Maravillas (1865). La aparición en solitario de sus aventuras en el mundo al otro lado del espejo replica su publicación aislada en 1871 e incide en el valor de dar protagonismo a esta secuela: todos nos lanzamos a comentar el vestido nuevo de Alicia, pero, ¿cuántos podrían enumerar los eventos de este segundo libro sin enredarse y se acuerdan de revisitar realmente el pasado del personaje?
Conviven tantas ediciones de Alicia, especialmente en el mercado anglosajón, que la forma de resolver el dilema sobre cuál de todas escoger se reduce a una afinidad estética a través de las cubiertas o de las ilustraciones que se mantienen fieles al canon clásico —principalmente Tenniel o Rackham, que en su momento supuso todo un revulsivo—, o aplican la enésima corriente artística a las apariencias de Alicia. Veamos qué le ha sucedido a la niña en esta ocasión, y apreciamos que Fernando Vicente se ha puesto a fantasear como si fuese un publicista enclaustrado en su cubículo de los (supuestos) felices cincuenta. Las figuras de sus ilustraciones parecen haber salido de los carteles y portadas de Norman Rockwell para asombrarse ante escenas más rocambolescas que un batido en la barra del bar, un partido de béisbol o la regañina de una profesora. Todas esas estampas cotidianas, forzadas a una celebración siempre sonriente y espasmódica por el carpe diem publicitario, son equiparables a las que vive Alicia, una Alicia de 1871, 1971 o un futuro 2071. Es lógico, según el universo carrolliano, que los tiempos y las épocas se solapen como si la superficie de un espejo pudiera doblarse y comparar el reflejo de un año con el de otros previos o posteriores, o con todas las variantes de imagen que ha experimentado Alicia a lo largo de su fama inmarcesible.
Esa manera de ofrecer el clásico, fundándolo en un gran formato, con enormes láminas e incluso de doble página a todo color, apostando por una paleta vibrante, de texturas blandas y trazo exquisito, constituye una vía de entrada muy favorecedora para los primeros lectores, quienes desarrollan la fijeza inicial por el aspecto de los adultos —«¡qué aburrimiento de libro, no tiene dibujos!»— antes de la curiosidad acerca de quiénes son o qué representan en su marco de la realidad. Alicia en pop up, Alicia en película de animación, Alicia en cuadros en blanco y negro o en estas bellísimas recreaciones de Fernando Vicente —ilustrador ya ducho en cuanto a recrear con originalidad clásicos que se nos antojan fosilizados—. Pero la apariencia, tan pulcra como el traje de día festivo bien planchado y con los lazos impecables del delantal y el cabello, se completa con ese otro lado que el lector niño descubrirá más adelante, y que al adulto puede ocurrírsele revisar sobre el personaje que creía conocer tan al dedillo.
La traducción de Ehrenhaus posee un tono más juguetón e imaginativo en lo fonético, idóneo para la lectura en voz alta, que otras versiones más estudiosas, como la de Ramón Buckley, y el balance entre texto e ilustraciones otorga la misma importancia a esos episodios que la memoria mezcla con el País de las Maravillas —el jardín de las flores, Tweedledee y Tweedledum—, como a los aspectos más complejos —los esquemas de jugadas en el tablero de ajedrez— y, lo cual distingue a la obra, el poso melancólico de hermosos capítulos omitidos en casi todas las adaptaciones, como la tienda de la oveja y el encuentro con el Caballero Blanco. Como es obligado sostenerlo con las dos manos, este libro funciona como una pintura para ser contemplada y como un espejo en el que contemplar si se corresponden la obra y el recuerdo, el original y su versión, el personaje inmortal y el lector que se ha acostumbrado a sus andanzas, aunque ya sólo se fije en las imágenes y haya perdido la curiosidad de Alicia.
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