Huida del corredor de la muerte, de Edward Bunker (Sajalín) Traducción de Zulema Couso | por Óscar Brox

Edward Bunker | Huida del corredor de la muerte

En una entrevista a propósito de la evolución del género noir, el veterano cineasta André Téchiné desplegaba una interesante comparativa sobre el cambio en la manera de entender el género que separaba a un filme como La evasión de otro como Un profeta. Donde el primero narraba, ante todo, una historia de cooperación entre los barrotes de la prisión, el segundo cuenta el ascenso en el submundo criminal de un delincuente durante su condena en la cárcel. ¿Qué ha sido de ese compañerismo que alentó la película de Jacques Becker?, se preguntaba Téchiné; ha desaparecido en favor de una visión que privilegia el aprendizaje criminal como si se tratase de una escuela. Edward Bunker se acostumbró a salir y entrar de reformatorios y penitenciarías durante sus primeros años de existencia; a hacer de ese entorno marcado su escuela de la vida. Ladrón y pequeño delincuente, descubrió en la escritura una forma de expresión y un futuro más allá de las rejas. Desde sus inicios, Sajalín ha editado la obra de Bunker, prácticamente inédita en castellano, hasta llegar a las obras que su autor no publicó en vida. Así, Huida del corredor de la muerte es una colección de relatos que escarban en los entresijos de la vida en la cárcel, entre la escuela del crimen que forjan los años a la sombra y la justicia y su sistema desigual en el que se ahogan los condenados.

Huida del corredor de la muerte reparte sus páginas entre seis relatos de extensión variable, a caballo entre la nouvelle y la miniatura. Todos tienen en común la escritura seca de su autor, macerada por los años pasados en San Quintín, y unas descripciones que siempre caen del lado de los que viven tras los barrotes. Así, Bunker narra con una precisión documental cada recoveco de la cárcel, sus rutinas y horarios, como una guía de supervivencia; refleja la convivencia según las alas y las razas, las penas y los castigos; y señala a la tropa de guardias con una mezcla de compasión y desdén. No en vano, cada personaje comparte ese miedo ante la autoridad, como cuando se produce una vista oral y el juez, un hombre anciano y apacible, se transforma al subir a su púlpito en una fuerza casi divina que aplica justicia sobre los culpables. Sin embargo, Bunker elude mostrar en sus relatos un compañerismo entre los presos; siempre existe una distancia, una barrera que diferencia al delincuente del asesino, e impera esa sensación de que lo mejor que se puede hacer es pasar desapercibido mientras se cumple condena.

De entre las historias que componen el libro sobresale con diferencia La justicia de Los Angeles, 1927, relato sobre un chico negro triturado por la maquinaria de la justicia en tiempos racistas. Bunker narra el calvario de Booker Johnson como el retrato de la pérdida de la inocencia. En un principio, el malentendido que le conduce a prisión parece solo eso, una equivocación. Pero cuando las páginas comienzan a agotar el aliento de su protagonista, la justicia ya lo ha convertido en un paria, un negro violento al que se debe contener y aislar. A buen seguro, Bunker conoció a algún Booker en la cárcel, a algún muchacho dulce absorbido por el conducto de un sistema judicial indiferente. Así que el escritor californiano se deja la piel en cada palabra para narrar el proceso de envilecimiento, de perversión, de un buen chico que se ve obligado a aceptar que su vida está al otro lado de los barrotes.

Casi siempre, Bunker hace gala de un amargo nihilismo para describir los callejones sin salida a los que se abocan sus personajes; fugas imposibles, cadenas perpetuas o el miedo cerval a sufrir un ataque en el patio o en el comedor con algún objeto afilado. Locura, adicción o ansiedad. Por eso, más que una colección de relatos sobre el compañerismo forjado en prisión, Bunker hace de sus historias pequeñas guías de supervivencia para no perder la cabeza. En tiempos en los que la diversidad racial generaba fricciones y conflictos violentos, su autor tira del hilo de los colectivos sociales que hacían campaña en las zonas más liberales de Estados Unidos para denunciar el trato vejatorio al que sometían a negros y latinos. En uno de sus relatos más salvajes, Mía es la venganza, Bunker desmonta ese interés social a través de una pieza que narra el motín fracasado de un grupo de presos que intenta escapar con rehenes tras una vista oral en el juzgado. Como si un abogado no pudiese hacer nada, más allá de acompañar durante un tramo del caso a su defendido; como si la fuga más demente fuese la única opción para alcanzar esa paz que solo proporciona una ráfaga de balas sobre los órganos vitales.

Muchos de los personajes de Bunker acaban muertos por sus propias manos o por el fuego de la justicia; muy pocos se integran de nuevo en una sociedad en la que rebotan en dirección a la puerta del penal. El mérito de su autor radica en el extremado detalle con el que nos sumerge en cada paso de ese lento proceso hacia la nada. Como si tras su escritura se encontrase una escuela del crimen que nos enseña cómo sobrevivir bajo el peso de la ley. A Bunker hay que leerlo como si a cada palabra le faltase el aliento, con esa inquietud que se instala ante la última hoja, cuando el escritor no concede, en un quiebro narrativo, una llama de esperanza a sus criaturas. Porque en verdad solo existe una: morir deprisa.


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