Los mordiscos del alba, de Tonino Benacquista (Lengua de trapo) Traducción de Mª Teresa Gallego Urrutia | por Juan Jiménez García
En algún momento, Antoine, protagonista de este Los mordiscos del alba, promete ser capaz de enseñarnos un París que no se le muestra a nadie. Y es capaz. Paradójicamente, la historia le enseña a él también un París que no conocía. Y así, de descubrimiento en descubrimiento, Benacquista es el único que parece saberlo todo. Pero empecemos por el principio, que para eso está.
Antoine y Bertrand son dos tipos que aspiran a no hacer nada. No como algo ocasional. Es, digamos, el plan de su vida. Tampoco se les ocurre que otra cosa podrían hacer, es cierto. Sus días (sus noches sería mejor decir) se pasan intentando colarse en los sitios sin invitación, a fin de poder comer un puñado de canapés y beber a discreción. No son los únicos. Es todo un oficio y, como tal, tiene sus profesionales. Son jóvenes pero en ellos ya se encuentra toda la decadencia necesaria para desempeñar adecuadamente su labor. Como parásitos reconocidos no son especialmente populares. De hecho, algún vigilante de club nocturno se la tiene jurada. Y sus amistades no son muy abundantes. En todo caso, no se les ocurre qué otra cosa hacer, de modo que hacen eso, hasta que lleguen las vacaciones y puedan dedicarse a guardar casas, su mayor aspiración, su tiempo de felicidad asegurada.
En una de esas acaban encontrándose con un tipo misterioso que busca a un tal Jordan, otro buscavidas como ellos pero con algo más de clase (no es difícil). Piensan que son los más adecuados para buscarle y, para convencerles de la tarea, se quedará con uno de ellos durante cuarenta y ocho horas hasta que el otro lo encuentre. Y viceversa. Hasta que lo consigan. Todo un reto al que se entrega, para empezar, Antoine. Y parece fácil… hasta que no lo es. Y más si tenemos en cuenta la extraña afición del noctámbulo Jordan: morder.
Tonino Benacquista es un mentiroso compulsivo. Bueno, quizás no. Quizás tan solo le guste hacernos creer que… Cosas. Lanzarnos por determinados caminos para acabar en otros, tan ilusorios como los primeros, hasta que todo quedará claro, asquerosamente claro. Porque sí, las cosas pueden dar mil vueltas, pero Antoine siempre se revolcará en la mierda. Una u otra, qué más da. Así son las cosas: aspiras a nada y obtienes menos algo, como si nunca fuera demasiado poco.
Atravesará la noche de París (y el oscuro día de los sitios nocturnos) y ni tan siquiera nos mostrará una galería enorme de noctámbulos, de oscura fauna. No. En realidad son pocos, siempre parecidos, pero representativos de alguna cosa. El mundo también es esto. Ni tan siquiera nos costará demasiado imaginar a esos tipos. Puede que en cualquier rincón del mundo haya gente parecida. Y hasta en una historia de vampiros hay sitio para el reencuentro.
Antoine es un tipo atormentado por su existencia, que por otra parte no quiere evitar. Le atormenta no tener dónde caerse muerto y también cuando se cae muerto en cualquier lado. Es práctico, persistente, alimentado por ese sentimiento permanente de frustración. Poco a poco, con constancia y no poco humor, irá descendiendo escalón a escalón, infierno tras infierno, asistiendo a un catálogo permanente de miserables maravillas.
En la contraportada se cita una crítica de Le nouvel observateur que viene a decir que este es un libro sobre “el miedo a vivir”. Y no le falta razón, aunque quizás sea más cierto que es sobre el miedo a morir en cualquier esquina de hambre. Tonino Benacquista construye una novela negra no como noir, que algo tiene también, sino negra como la vida. Divertida, tramposa, misteriosa, brutal, amarga. Como la vida.