Un hijo cualquiera, de Eduardo Halfon (Libros del Asteroide) | por Juan Jiménez García

Eduardo Halfon | Un hijo cualquiera

Pienso que Un hijo cualquiera no deja de ser una novela de formación. Una chiquita, pequeña, pero que, en el fondo, como en los otros libros chiquitos de Eduardo Halfon, contiene una infinidad de cosas, y es como una caja de esas que abres y salen muchos serpentines de colores por los aires. Un hijo cualquiera no es una novela, sino un conjunto de relatos o, mejor, de historias que se llaman entre ellas, que son como ecos o resonancias, porque las cruza un mismo aliento. Ese aliento sería ser hijo, en muy distintas formas. Ser el hijo del escritor, ser el hijo del padre del escritor, ser el nieto, el hijo del hijo. Pero ese aliento es, vuelvo al principio, el aprendizaje. Del lector, del ingeniero que no quiere ser ingeniero, del escritor, del padre. Observador de esas pequeñas cosas que nos rodean y que son ese vivir de cada día, observador de las personas que están ahí, junto a nosotros, o un poco más allá, o mucho más allá, pero un día o durante un momento, se cruzan, como esa pianista de cine mudo. Pequeñas cosas sin importancia que son esa obra que escribimos día a día, trabajosamente o como por distracción, pero construyendo alguna cosa. Y del árbol de nuestras existencias salen ramas, caminos que se bifurcan, y frutos, dulces y amargos.  

En esa disparidad de fragmentos, de vaso roto, de piezas dispersas para piano, es el gusto por la palabra escrita la que une todo, como un fuerte pegamento. Leer e Eduardo Halfon es una experiencia musical, en la que esas palabras encuentran su acomodo, y, como su hijo, nos entran ganas de decirle adiós al músico con cariño, cuando todo ha terminado. Hay una musiquilla que recorre sus libros, y hasta cuando habla del suicidio, de esa puerta siempre abierta, nos lleva hasta Saturno. No el planeta, sino el libro. En una conversación con él, en la radio, decía que algún día igual juntaba todos sus libros y hacía uno solo. Y es que cuando hablamos, con esa ligereza de siglos, de que un escritor siempre escribe la misma obra, en pocos es tan evidente como en el escritor guatemalteco. Y ni tan siquiera es una cuestión de evidencia, sino de gusto, de proyecto sino calculado, realizado, cumplido. Todo está bien. 

Crecer, vivir, es una sucesión de miedos. Miedo cuando crece el hijo, con esa fragilidad de tallo, de brote que cualquier corriente de aire mueve. Miedo cuando envejece uno mismo y empieza a ser consciente de la existencia de un cuerpo, el propio, y de que, atravesada la edad del hombre, esa imaginaria línea central de nuestra existencia, sentimos un temor indefinible, que surge a ratos, pero surge, y que llega para quedarse. Miedo cuando envejecen los demás. Los padres y abuelos, esa familia, y calculas años y probabilidades. Y a uno, después de todo, le da igual morir, así, de la noche a la mañana (aunque lo otro, sería un miedo al dolor, al sufrimiento), porque te mueres y ya está, pero la muerte de los demás es algo insoportable incluso de pensamiento, qué decir de obra. Pero ¿por qué hablo de cosas tristes? Tal vez porque yo estoy triste y los libros de Eduardo Halfon acaban por ser tan íntimos que uno ya se piensa dentro y, hasta cuando uno debería escribir sobre él, hay un espacio pequeñito, un rincón para nosotros. Porque en sus libros, y también en este y en estos relatos de extensión variable, puede haber una melancolía (que en su caso es un brebaje de alegrías y pesares, de inquietudes e iluminaciones), pero no es por el pasado, por el presente o por el futuro, sino por estar ahí, día tras día, enfrentándose a las casualidades (porque el destino es una palabra muy gruesa y pesa demasiado), a lo cotidiano convertido en acto fantástico. Un elogio del accidente como rotura de linealidad del tiempo. 


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