Noche cerrada, de Chris Offutt (Sajalín) Traducción de Javier Lucini | por Óscar Brox
América, años 50. Las tropas regresan de Corea a la espera de la próxima guerra. El subidón económico solo se deja notar en las grandes áreas urbanas, contagiadas de esa ansiedad por el futuro. Por el dinero. Por las posesiones. En Ohio, en Kentucky, la vida todavía no ha pisado el acelerador. Quedan los bosques, las carreteras, las pequeñas poblaciones y ese sentimiento de arraigo que inflama el pecho (y la guitarra) de cualquier cantautor. Queda, en definitiva, esa pizca de inocencia, de pertenencia a un territorio, de hogar y familia. Cuando Chris Offutt arranca la narración de Noche cerrada, todo parece indicar que nos encontramos en los últimos estertores de esa América sumergida. Basta acudir a los relatos de Kentucky seco para constatar hasta qué punto ese mundo rural ha perdido su Guerra frente al gigante cosmopolita que solo mira hacia el futuro. Un paisaje rural que se ha convertido en tierra de marginados, en escenario para el Southern Gothic, la cólera de los desarraigados y el dolor de esa otra América cobijada en espacios como los Apalaches, olvidada y venida a menos. Y todo parece indicarlo, decía, porque la escritura de Offutt no puede ser más cristalina, más precisa y, a su manera, hermosa en su forma de describir el retorno a casa de Tucker, su protagonista. Aquí no hay Ítaca ni Odisea, pero sí ese sentimiento común de estar narrando toda una mitología simbolizada en cada árbol, cada matorral, en el calor, el viento que sopla, las plantas o los animales que hacen su vida sin pensar en nada más.
Lo que Tucker experimenta a continuación es lo que Offutt se encargará de desgranar durante toda la novela: el encuentro súbito, más bien violento, con Rhonda, la constatación de que va siendo hora de construir un hogar y la dificultad para mantenerlo a flote frente a las embestidas de la vida. De las cosas. De los demás. La diferencia entre Tucker y aquellos aparceros a los que James Agee dignificó a través de su escritura es sencilla: Tucker es un buen tipo, con esa nobleza que ya no se estila, permanentemente enfrentado a un mundo que le empuja a la violencia. Como si, de alguna manera, solo pudiese mantener a salvo a su familia a través de la violencia y la destrucción. Un ejemplo: cuando Tucker encuentra a Rhonda, esta está a punto de ser violada por el Tío Boot, a la postre, ayudante del Sheriff. La paliza de Tucker a Boot, que Offutt describe de forma cortante, enérgica y detallada, sella un vínculo entre los dos personajes casi más potente que el amor que se profesarán a lo largo de las páginas. Es el fatum, o algo por el estilo.
De 1954 saltamos a las postrimerías de la década de los 60. Los protagonistas se han hecho mayores, Tucker y Rhonda ya tienen un hogar. Y una familia, también, marcada por el amor y el dolor. De nuevo, el fatum. Un primogénito con hidrocefalia, varios hijos con evidentes signos de retraso cognitivo y una hija, Jo, convertida en extensión de la madre. Rhonda vigila la casa, Tucker trabaja para un contrabandista de alcohol, el nuevo mundo se inmiscuye en sus vidas y la violencia vuelve a aflorar, como un instinto de protección. Tucker mata, Tucker va a la cárcel. Beanpole, el contrabandista para el que trabaja, accede a un pacto entre ambos para garantizar que a su familia no le faltará de nada durante el tiempo de la condena. Y sin embargo…
Cuando Tucker regrese, le faltarán unas cuantas cosas. Su hogar ya no será el mismo, sus hijos habrán quedado al cuidado de instituciones sociales y un nuevo hijo, otro Tucker, habrá nacido y crecido. La vida se abre camino, aunque ya no escuche más el arrullo de Big Billy, aunque no pueda contarle cada una de sus cuitas personales. En este punto, Offutt pergeña el vivísimo retrato de una familia tratando de sobrevivir pese a todo, pese a todos. La violencia, que siempre está presente, se manifiesta de muchas formas: como paisaje, con esa naturaleza que parece convivir junto a todo lo demás, indiferente a las reglas que dicta la condición humana; como ethos, cada vez que Tucker se revuelve contra aquello que viene del exterior, defendiendo como buenamente puede lo que corre por su sangre; o como destino, porque parece inevitable, cuando se vive en los márgenes, no recurrir a ella. Y la bondad, que también lo está, discute una y otra vez la moralidad de las acciones de sus protagonistas. El bien, el mal, la necesidad o la inevitabilidad de todo lo que sucede en las páginas de la novela.
La sencillez con la que Offutt desgrana los avatares de sus criaturas no resta un ápice de hondura dramática al retrato de una época y de las personas que la vivieron. Al contrario, pues es a través de esa sencillez como el escritor de Kentucky logra colocarnos frente a frente con cada dilema moral, cada respuesta emocional, cada tentativa por mantener a salvo ese hogar, un poco frágil, un poco precario, que nos habla de otra belleza. De otra bondad, también. De otro mundo, definitivamente. Por ello, las pocas páginas de Noche cerrada nos conducen hasta el fin de una época, en una América en plena transformación, en la que las vidas minúsculas todavía tenían su lugar y su razón. Su historia y su sentido. Y probablemente Offutt, como anteriormente Larry Brown, sea el mejor cronista para narrar sus historias, para descubrir a sus personajes, para devolver el encanto perdido, el valor olvidado, a un paisaje devorado por el tiempo.
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