La soledad era el único remedio, de Charles Chaplin (Confluencias) Traducción de José Jesús Fornieles Alférez | por Juan Jiménez García
Charles Chaplin no se prodigó mucho dando entrevistas. Lo suyo era otra cosa: filmar inmensas películas, hacer reír, casarse infinidad de veces y tener infinidad de hijos. No se prodigó mucho pero algo sí que lo hizo. Lo suficiente para que Confluencias, en su estupenda colección de conversaciones, haya podido sacar una nueva entrega, que recoge buena parte de ellas (no sabemos si todas). El caso es que a Chaplin no le gustaba hablar (tampoco creía mucho en el cine sonoro… y menos en el cine a color… si hubiera visto el 3D…), y esto es fácilmente comprensible en sus primeros tiempos, en los que la pregunta más habitual era poco menos que cómo se sentía ganando tanto dinero (sus contratos eran brutales para la época). Eso y que no parecía él. Tan joven, tan guapo, tan sonriente. Frivolidades.
Tal vez era solo que se le veía como un comediante y, ya se sabe, eso no es algo muy serio. Nos hacer reír, le estamos agradecidos por ello. Pero Chaplin era más, mucho más. Y esta sucesión de conversaciones, que abarcan cincuenta y dos años de vida (y obra), arrojan un curioso y valioso retrato del hombre (y el artista). También de sus circunstancias.
La fama le llega a nuestro hombre joven. Con veinticinco años, ya ha creado un personaje mítico seguido en todo el mundo. Tras haber dejado su Inglaterra natal siguiendo a una compañía de teatro, el cine, que es un arte a medio hacer, le acoge. Y Chaplin se siente a gusto en él. Perfeccionista, siempre a la búsqueda de lo perfecto, no le importa habitar ese ese lugar insospechado. Es más, esa invitación a poder construir algo casi desde cero parece fascinarle. Los entrevistadores de aquellos primeros años, como decíamos, parecen más atentos a que Chaplin no se parece a Charlot, a que es encantador, a que tiene un sonrisa maravillosa, a lo joven que es, a cuándo se casará, a qué le parece ganar tanto dinero. En fin, hoy no sería muy diferente, nos tememos. Y claro, cómo llegó hasta allí. Historias de éxito. De nuevo, no hemos avanzado mucho. Quizás nuestro hombre no sea tímido, simplemente no tiene nada que decir. Nada nuevo. Tan poco, que sus interlocutores escriben por él.
Habrá que esperar a Ray W. Frohman para que alguien repare en que Charles Chaplin, además de comediante es director de cine. Un creador, un artista, que deja poco o nada al azar y que, realmente, tiene muchas cosas interesantes que decir sobre precisamente eso, la creación, el cine. Acompañado de Douglas Fairbank, habla sobre la belleza, que puede ser encontrada en cualquier lado. O sobre sus métodos de trabajo. También su búsqueda de otras cosas (siempre quiso ser un actor dramático). Y termina llorando, quién sabe si por la emoción de que alguien le haga las preguntas justas. Alguna de ellas, al menos.
En su entrevista con Bejamin De Casseres, 1920, nos encontramos con la tristeza (que alguno llamará melancolía, si entendemos la melancolía como la espuma de la tristeza). El cómico británico, después de todo, siempre sufrió de este estado de ánimo, que quizás es algo necesario para hacer reír. Tras esa certeza de que los mejores actores dramáticos son los cómicos, seguramente se esconde que una vida dramática da los mejores cómicos. Hastío vital, dice Chaplin. Entonces, nos cuenta su anécdota con Enrico Caruso, y nos acordamos de aquella canción de Paolo Conte que venía a decir no hagas el idiota y ríe. Destino.
En 1925 le habla del cine a Robert Nichols, de su futuro, quizás de lo que esperaba de él. Y como todo estaba por inventar, construye un porvenir abstracto, en el que el cine es como la música. En el cine se crea a partir no de una idea, sino de una emoción, dice. Qué tiempos. El cine depende de la luz y de las sombras, no de la pintura, afirma en otra entrevista, a propósito del color. Charles Chaplin hombre lunar.
Nos lo volvemos a encontrar veinte años después, y ya solo habla de las películas. Ahora ya las tiene que defender una a una. Estamos en los tiempos de Monsieur Verdoux y, como la vida es cíclica y el ser humano vengativo, algunos ya le estaban esperando para ajustarle cuentas, desprovisto ahora de su máscara universal. Empieza su caída en desgracia, que acabará por impedirle su regreso a los Estados Unidos, por razones que sería vergonzoso citar pero que todos conocemos o somos capaces de imaginar. Tras Monsieur Verdoux, Un rey en Nueva York. Tras esta, La condesa de Hong Kong. A cada una le corresponderá una entrevista y también ese mismo sentimiento de estar a la defensiva, de tener que explicarse. En una última entrevista, 1967, habla de un próximo film que está preparando. Morirá diez años más tarde, sin ninguna nueva película, convertido en un mito, ahora sí, inexpugnable.