Una constelación de fenómenos vitales, de Anthony Marra (Armaenia) Traducción de Jacinto Pariente | por Dara Scully

Anthony Marra | Una constelación de fenómenos vitales

Havaa tiene las manos pequeñas. Dedos delgados que hilan suturas en el pecho de un muchacho o ayudan a su padre con paciencia. Havaa tiene ocho años y una maleta llena de hermosas cosas inservibles. Conoce la guerra, la nieve compacta del invierno, al lobo reventado por la mina. Conoce los pasos cortos que la llevan hasta el hospital: frente a ella, la espalda de Akhmed, el amigo de su padre, su amigo, el peor médico de Chechenia.

Havaa está sola en un lugar hostil e impredecible. Antes de la soledad estaba el padre. Un padre bueno y mutilado: un hombre, Dokka, que jugaba al ajedrez y conocía los árboles. También estaba la casa, reducida ahora a un soplo de cenizas, y la madre, tiempo atrás; los tres, una isla ajena a la miseria. Ante Havaa, la guerra pasaba de largo. La guerra que Sonja miraba de lejos mientras Natasha oía los bombardeos. La que arrancaría el corazón a Ramzan y la cordura a Ula. La guerra: las hermosas cosas inservibles de su maleta azul.

Una constelación de fenómenos vitales es un río que transcurre entre la nieve. Un animal vivo, tierno; un latido que se sostiene en la penumbra. Las guerras de Chechenia han desolado el paisaje. En la carretera, los animales y los hombres caen despedazados por las minas. Los muchachos, los jóvenes de rostros blandos, sujetan temblorosos sus fusiles. Los rusos, que desearían tal vez volver a su hogar y olvidarse de estos hombres y mujeres, de esas niñas como Havaa. Y frente a ellos, esos hombres, esas mujeres, las criaturas que sobreviven. Una niña que una vez nació en un hospital y ahora vuelve a ocultarse entre sus ruinas, trazando así un círculo de una belleza luminosa, tomando con su mano pequeña, su mano de dedos ágiles, las manos de los otros. Es a través de Havaa como alcanzamos la sabiduría. Aunque las miradas cambien, aunque se intercalen las voces, siempre es ella quien permanece presente. En la mirada de Akhmed está la hija que nunca tuvo, la hija de la mujer a la que amó durante unos días, la hija de su amigo, Dokka, al que traicionó por partida doble. En la de Sonja está aquella criatura que una vez su hermana sostendría entre sus manos. En la de Khassan, una carta y la vergüenza de ese hijo, Ramzan, que señala sin pudor a sus vecinos. Siempre Havaa, como símbolo soterrado de pureza, de aquello que sobrevive sin más huella que una marca de ceniza en la mejilla. La esperanza, tal vez, de que la guerra acabe, de que la hermana vuelva o la mujer enferma sane, de que el hijo que perdió su corazón y se convirtió en traidor recapacite.

No hay espacio para el llanto entre la nieve. El río discurre bajo su superficie helada; allí, la vida permanece. La risa, siempre luminosa, abre resquicios allá donde sólo crece la miseria. Entre el hambre y los controles, entre una pierna amputada con mano temblorosa y la heroína, se palpa la esperanza. Y nos sorprendemos riendo, nosotros que observamos a estos seres dolientes: nos reímos con Akhmed, que es sin duda el peor médico de Chechenia, o con Alu, que será hombre y cascanueces, un regalo doble. Y esa risa rebaja la punzada de la herida, nos hace tolerable la lectura. Nos salva cuando la brutalidad emerge. Nos tiende su mano –la misma mano pequeña de Havaa, la misma pureza – y nos permite atravesar las ruinas de un país aniquilado. Sin ella, tal vez seríamos como Ramzan, pero tenemos a Havaa, y su maleta azul, y sus dedos diminutos para salvarnos.

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