El universo en tu mano, de Christophe Galfard (Blackie Books) Traducción de Pablo Álvarez Ellacuria | por Almudena Muñoz
Una pequeña anécdota puede dar cuenta de la grandeza soterrada en el día a día de la vida científica: durante la década de 1940, la NASA comenzó a incluir en sus equipos a mujeres con alta preparación; a pesar de todo, de ellas se esperaba que llegasen a la oficina con algún chupete y restos de un desayuno caótico enganchados al portafolios. Una de estas empleadas, Barbara Canright, encargada de calcular la órbita de un importante satélite, recibió de su novio horas antes del lanzamiento unos ánimos más apropiados para el escolar que se enfrenta a un examen corriente. En el fondo, no pasaría nada si el satélite se estrellaba. Él seguiría queriéndola, la acogedora casa continuaría esperándola, sus colegas no se lo reprocharían porque, en fin, era una mujer trazando cálculos. Miles de millones de personas sobre la Tierra jamás se enterarían de que un cacharro metálico se había propulsado hacia el cielo (o hacia el suelo del desierto). El universo es algo que está allá arriba, pero que sólo forma parte de la vida privada: la solitaria vida del investigador, los terrores vitales del observador ocasional.
Resulta tentador imaginar a Canright sentada en la mesa de su cocina, en penumbra y con las palmas extendidas, respirando hondo y horrorizada ante la tarea de compaginar demasiadas responsabilidades cotidianas. Pero esas mujeres continuaron trabajando, aunque lo hicieran vestidas de tópico: ahí quedaron, en fotografías de grupo, luciendo faldas de espiga y victory rolls, sonriendo como si estuviesen a punto de servirle dos dedos de whisky a todos los socios en la sala de juntas. Sin embargo, después del retrato regresarían a sus máquinas y hojas de cálculo, quizá pensando de vez en cuando en qué habría que descongelar para la cena.
Aunque parezca tangencial, esta quietud invisible en los trabajos espaciales tiene mucho que ver con la forma en que Christophe Galfard aborda su guía del curioso galáctico. Como todas las cosas demasiado evidentes y expuestas a la vista, el universo es pasado por alto todos los días y sus noches. Es un escenario que se da por sentado, como el suelo terrestre y cualquier otra ley física que Galfard desmonta para intentar volver a fascinarnos. El problema al que se enfrenta la astrofísica frente al gran público, como cualquier otra rama científica, es la poderosa indiferencia de partida. Una lección sobre las estrellas o las ondas gravitacionales llama a la puerta como aquellas primeras y primordiales mujeres de la NASA: su aparición debería pasmar, reconsiderar las bases de la rutina, cambiar radicalmente convenciones de un planeta pequeño y adormilado. Desde luego, no lo hace. Nada más hay que ver la forma en que la ficción consigue popularizar a la ciencia, convirtiéndola en un objeto de fácil consumo gracias a la parodia y a fabricar chistes con la ignorancia (de modo que el ignorante siempre sea quien sale riendo). Eso es el Big Bang Theory (CBS, 2007) para las masas, mientras Donna Clark en Halt and Catch Fire (AMC, 2014), que también es brillante con los circuitos, los códigos y las corrientes eléctricas, vive en la penumbra de Barbara Canright, recibiendo el paternalismo de su marido y colegas y untando sándwiches de mantequilla de cacahuete.
Es curioso que dos ficciones tan opuestas transcurran entre la oficina y la cocina, como si el proceso de reflexión teórica necesitase un entorno árido y otro para los estiramientos prácticos.
O tal que si la dinámica entre la persona de ciencia y la persona normal, entre lo masculino y lo femenino, se aferrase a un sistema binario, simplista y perjudicial, para no caer en la locura que inspiran los desafíos del universo. Tal vez pensando en esa clase de ficciones audiovisuales, o quizá como un instinto natural que imita a su costumbre diaria, Galfard también construye su lección entre la oficina y la cocina, que aparece además como un escenario propuesto para la especulación. Sirviéndose de estrategias descriptivas propias de una sesión de yoga y del punto de vista de esos vídeos de YouTube sobre jóvenes ascendiendo sin correas por espacios altísimos y peligrosos, Galfard da instrucciones al lector, con cierto humor pero sin dotarlo de paternalismo, para que viaje mentalmente desde una isla exótica hasta los confines de las galaxias, pasando por un avión futurista y un café frente a la nevera. La técnica funciona porque, si esta no es la manera en que deberían escribirse los ensayos, sí es el método, entre participativo y embelesado, que debiera emplearse en los libros de texto y en las charlas de padres a hijos.
La guía propuesta en El universo en tu mano es suficientemente científica y divulgativa, y aunque su esfuerzo se centre en lo segundo, no olvida los apuntes melindrosos que haría el lector más versado, conciliando el cisma de los dos mundos que separan los senderos universitarios y el reparto de tareas domésticas. Galfard sabe inaugurar el libro por lo más atractivo: el espacio exterior y la astronomía de la espectacularidad que genera pasiones visuales y existenciales en Elon Musk, Terrence Malick o Christopher Nolan. A partir de ahí el terreno se irá resecando, hasta la aridez de la física cuántica y de los átomos y fuerzas invisibles que el autor resuelve con su elocuencia. En ese sentido, Galfard no se deja nada en el tintero, y reivindica de continuo a los grandes descubridores de la física y la química, con sus respectivos Premios Nobel, aunque a la hora de citar nombres femeninos, en el texto y la bibliografía (¿Maria Mitchell, Vera Rubin?), a Galfard le baste con mencionar a Marie Curie, como si fuese una cita obligada. Por muy lejos que viajemos, mediante sondas o libros sugerentes, todavía quedarán unas cuantas verdades (y la inteligencia humana, que diría Stephen Hawking) por desenterrar en la Tierra.
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