Viaje a la aldea del crimen, de Ramón J. Sender (Libros del asteroide) | por Óscar Brox
A Ramón J. Sender se le recuerda poco; o, simplemente, no se le lee lo suficiente. Igual que a Chaves Nogales, Gaziel o Augusto Assía, que contribuyeron a elevar el periodismo literario español a un grado prácticamente olvidado en la actualidad. Como una forma de arte que no dejaba de lado la crónica de épocas, capítulos e instantes turbulentos de nuestra Historia. De personajes como Juan Belmonte o de hechos como la guerra. De todos ellos ha dado buena cuenta editorial Libros del asteroide, que ahora nos adentra en uno de los pasajes más oscuros de los años de la República: la revuelta y posterior matanza en el pueblo gaditano de Casas Viejas. En 1933, España aún vivía en un precario equilibrio previo a la Guerra Civil, con un gobierno, el de Azaña, cada vez más debilitado por sus grietas. Sender, por aquel entonces periodista, encontró en los detalles de una carnicería perpetrada en el Sur el material para redactar una serie de artículos que, más tarde, adaptaría al formato de libro. En el que la reflexión de fondo, política y cruda, dibujaba las fallas de un gobierno socialista que, sin embargo, se había olvidado de sus ciudadanos. Algo que, a la postre, sería uno de los numerosos detonantes de su caída, con la dimisión de Azaña del cargo.
Viaje a la aldea del crimen nos sumerge en el mundo del campesinado andaluz en el momento más dramático. Acosado por la falta de trabajo, debido a la negativa de las familias de terratenientes propietarios de las tierras a ceder el campo para las cosechas, y con la mísera ayuda económica de una limosna que no impide que unos y otros bordeen la pobreza total. O la falta de esperanza. O el deseo de poseer una tierra que no pueden conquistar. O sí, a través de un sindicato que aúna voces y fuerzas, que amedrenta al señorito y pone contra las cuerdas al entramado jerárquico que rige el Sur de España. A los privilegios y a ese estado de sumisión que aplasta a las clases más bajas en una marginación de la que no saben cómo escapar. Sender se agarra al detalle, a la narración oral de los testigos y supervivientes, y a la redacción casi etnográfica que retrata toda la zona de Medina Sidonia en busca de apuntes que expliquen los motivos de la revuelta sofocada por las fuerzas del Orden. Y la visión que arroja del Sur es despiadada (o descarnada), frontal y directa. La biografía del hambre. Un lugar exento de la poesía de ese otro Sur, el americano, que radiografiaran Steinbeck, Caldwell o Agee. En el que el rodillo de las clases altas ahoga con su peso a toda una capa social que depende exclusivamente de lo que pueda aprovechar del campo.
Sender se detiene en las pequeñas historias, la del Seisdedos y su familia, la de colaboradores y amigos, para explicar cuánto peso acumuló el sindicato de trabajadores ante la mirada pasiva de los amos. De esos amos que apenas tienen cabida en el relato, pero que se dejan notar en las decisiones inhumanas que toman, prácticamente, de manera caprichosa. Que empujan a los campesinos a las armas, a la insubordinación y a una revuelta sin sangre que acabará en la aniquilación total. Y es que Viaje a la aldea del crimen no es tanto el retrato de la tristeza del Sur, deprimido por el hambre crónica, como la narración de un gobierno en descomposición que aplacó ese levantamiento con la violencia más atroz. A sangre y fuego. Con balas, incendios y la completa destrucción de aquellos que miraron de frente a los dueños. Que se negaron a mantener esa estructura vertical que los empujaba hacia el abismo. Que, en definitiva, vislumbraron una solución más justa para dirimir las cuitas sobre el trabajo agrario.
A pesar de su tono periodístico, de relato casi directo en el que su autor no elude reproducir los giros dialectales y las maneras de expresarse de los protagonistas, hay una reflexión de fondo que captura la poesía de esa tierra devastada. Cada vez que Sender hace hablar al campo, en forma de lamento por un territorio ocupado, aquel nos habla del anhelo de libertad que las leyes de propiedad y usufructo impiden llevar a cabo. Del sueño de trabajar la tierra sin responder al capricho del amo, a las minucias que regala al campesinado en forma de limosna. Del deseo de limitar el alcance y el poder de las clases, sobre todo si son altas, porque en verdad es eso lo justo en un país que se pretende socialista y en el fondo continúa siendo monárquico y conservador. Rancio e impotente. Violento e inestable. De ahí, pues, que el crimen de Casas Viejas se convierta, en manos del periodista, en un crimen de Estado. En la crónica de una España negra que se precipitaba al abismo. Para la que, cada vez más, quedaba un margen demasiado estrecho. Pocas salidas de emergencia. Ahogada, en definitiva, por un proceso de transformaciones sociales que no había cumplido.
La poderosa narración de Sender nos recuerda, ante todo, la falta de derechos sociales que aún hoy padecemos, sobre todo en lo que respecta a la garantía de recibir un salario justo en unas condiciones razonables. Aquella España moribunda, que vigilaba con recelo los movimientos sindicales, es hoy una España ciega que apenas reacciona ante una serie de situaciones de emergencia social que, durante la última década, han pulverizado las opciones de varias generaciones. Que han destruido el tejido de las clases medias y ampliado la brecha entre lo más bajo y las capas de mayor riqueza. En la que el llanto de la tierra sin cultivar, que Sender captura en toda su desesperada belleza, debería servirnos para reflexionar sobre qué clase de país, qué tipo de política, queremos no ya para construir un futuro, sino para asegurarnos un presente. Aquella época convulsa se cerró con este réquiem por el campesinado español. Emotivo, polémico y, ante todo, humano. La nuestra, en fin, permanece todavía en funciones. Sin nadie que recabe los detalles de esta ceremonia del desconcierto. Del llanto silencioso que recorre a una generación perdida, para la que ni siquiera ha sido posible llevar a cabo una revuelta contra su situación. Contra un modelo de política social que se ha olvidado de su sociedad.
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