Viajar es una actividad complicada, no hay dulzura en ello contra lo que se sostenga. Es decir, no hay dulzura en la reservación de los tickets, el acarreo de maletas, el despegue, el arribo, la ubicación, el taxi, el acarreo otra vez, el checking y finalmente el cansancio. O el jet lag en algunos casos. Sin embargo, nuestra concepción de viaje difícilmente está codificada así. Más bien, cuando pensamos en viajes pensamos en lugares apacibles o exóticos, en parajes desolados, en paisajes sublimes, en nubes y en tormentas. También en hojarasca. Por supuesto, hay algo de razón en ello. El viaje terrestre -el viaje espaciotemporal– es también un viaje en el tiempo, en el tiempo-ilusión de la física de nuestras creaciones mentales en donde retrocedemos y avanzamos en años con respecto a nuestros lugares de origen, respecto a los cuales nos movemos en paralelo. Si estamos exiliados por motivos políticos o simplemente para huir de una situación complicada, nunca se está del todo en el lugar nuevo. No se abandona nunca el lenguaje materno, se piensa todo el tiempo en esa lengua o lenguaje por mucho que se entrecruce con pensamientos cifrados en el lenguaje nuevo, siempre exquisitos. De hecho, el pensamiento múltiple entre lenguajes es una forma peculiar de viajar mental y constituye además una huída invalorable. A veces, si estamos nerviosos o tristes, permitirnos pensar en otro idioma es salvarnos. Y no es necesario ser políglota, si aceptamos que la capacidad filológica es independiente de toda erudición. A veces inclusive inventamos nuestros propios lenguajes secretos para estar.
Número siete
Las penúltimas cosas
Ilustraciones: Dirce Hernández