La verde luz de las estepas, de Brigitte Reimann (Errata Naturae). Fotografías de Thomas Billhardt. Traducción de Ibon Zubiaur | por Juan Jiménez García
Conocí a Brigitte Reimann a través de aquel libro-caja de sorpresas que era Al otro lado del muro. La RDA a través de sus escritores, editado también por Errata Naturae, edición-traducción también de Ibon Zubiaur. Entre todos aquellos fragmentos, entre todas aquellas vidas (porque había mucho de vidas… incluso por encima de la obra), Reimann aportaba dos momentos de su diario, y eso ya tenía algo de significativo. Su personalidad, su juventud, en la que quedó permanentemente instalada por un cáncer que no la llevó más allá de los cuarenta años, su atractivo, su complicada vida sentimental, su complicada vida con el partido, en fin, todo, construyen una de las figuras inevitables de la literatura de aquel país escondido tras una pared que era la República Democrática Alemana.
A falta de que nos siga llegando su obra (y lo hará, afortunadamente), La verde luz de las estepas es algo más que un libro de viaje, algo más que un reportaje trepidante sobre una visita realista-socialista a los confines del comunismo soviético, es decir, a Siberia. Entendido como una crónica de la visita que la autora hará con otros representantes políticos de su país, a fin de conocer los logros y avances del régimen común por lejanas tierras asiáticas, los números, las cifras, las estadísticas, dejarán un lugar para las personas y, más allá de ello, un lugar para su propia autora.
Durante el viaje que les llevará a través de miles de kilómetros, como si esto fuera nada, Reimann y sus acompañantes atravesarán comidas pantagruélicas que duran horas, litros de vodka, comunidades científicas, presas, centrales eléctricas, campos y más campos, cifras y más cifras y la sensación de estar viviendo un momento único en la historia de la humanidad, una utopía (año 1964) llena de rostros resplandecientes cogidos en un cuidadoso contrapicado favorecedor. Pero Reimann, capaz de llorar porque la consideren poco comprometida con el Partido, tiene un interés relativo en todo esto (al libro se acompaña el extracto de su diario personal de aquellos días, un revelador documento para distinguir propaganda de vida, o lo que hay que decir frente a lo que se ha vivido). Y como su interés es relativo, la vida irá resquebrajando los fríos datos, autoridades oficiales, ciudades surgidas de la nada o vida y milagros de los colonizadores de los nuevos territorios, llenos de recursos pero todavía por inventarse como ciudades (un tema, la ciudad, muy afecto a la escritora).
Brigitte Reimann cumplía por entonces treinta y un años y estaba tan interesada en los hombres guapos como en el infierno de números arrojados a su paso. No, no es frivolidad. Es la vida. Y ella vivía. Y también todo aquello que atravesaban, todos aquellos lugares. Y aunque intentase hacer lo que podía, para mayor gloria del Partido, qué duda cabe que en cada una de las páginas de este trepidante viaje su cabecita se iba por cosas que nos estaban en los planes de producción ni tampoco en los planes de viaje.
Recuerdo aquella película de Nikita Mikhalkov, Ojos negros. Cómo olvidarla, por otro lado. En ella, Marcello Mastroianni viajaba por Rusia con la excusa del viajante de comercio. Allí, se encontraba con todo tipo de agasajos: el pan y la sal, el vodka, el caviar,… Las autoridades se sucedían, los bailes, las canciones,… (no, aún no estaban en tiempos del comunismo… estaban en tiempos de Antón Chéjov). Atravesaba la estepa, esos paisajes interminables, subido en un carro. Pero él no buscaba vender nada. Buscaba en realidad a una mujer, a una mujer que había conocido, a una mujer con un perrito. Y esta historia bien podría ser también la historia de este libro, actualizados los medios, aunque no los gestos. La historia de un viaje en el que uno parece ir buscando algo, pero no, en realidad es otra cosa. Otra cosa en la que entre fiesta y fiesta, logro y logro, dulcemente se va filtrando la verde luz de las estepas…