La vida muerta, de Martín Sotelo (Alfabia) por Óscar Brox.
A propósito de Spider, uno de los mejores relatos de Patrick McGrath, David Cronenberg comentaba lo difícil que le resultó plasmar la narración en diferentes tiempos que la mente de su protagonista superponía en una misma realidad. En lugar de buscar algún detalle que distinguiese el pasado del presente, lo real de lo imaginado, Cronenberg eligió mostrar ese flujo de recuerdos, frustraciones y desgarros con la precisión de un plano secuencia, como si cada uno formase parte del mismo paisaje. El cine, a fin de cuentas, es una de las herramientas que más empeño ponen para evitar que los sueños mueran en la realidad. Algo de esa sensación queda al leer La vida muerta, la novela de Martín Sotelo que publica Alfabia. La historia de unas vidas minúsculas, atascadas en el recuerdo de un pasado que fue, que resisten a desembarazarse de esa melancolía mientras intentan hallar una manera de conservarla a salvo del tiempo.
Elio Dangel, un médico consumido por sus adicciones, es la figura que vertebra los dos relatos que componen el libro: las historias de dos miradas sobre dos mujeres. La de un barquero que noche tras noche ayuda a pasar al otro lado del río a una muchacha, y la de un niño embrujado por el encanto de una musa del destape. Dangel, enfermo y decrépito, transforma su papel de anestesista privado en ayudante, como si él también buscase una manera de confundir el pasado con el presente, lo real con lo imaginado, el sueño con la pesadilla. Ante esas vidas moribundas, Martín Sotelo se aferra al poder de toda ficción para devolver, casi restituir, aquello que se ha perdido en el fuego: el deseo, el futuro, el ardor del presente. No en vano, La vida muerta comienza bajo el influjo de una fantasía, la de Barbarroja, y bajo ese influjo continúa cuando conocemos las historias de Gundi, el barquero, y de Leo Rufo, el visitador. Hombres apalancados en otro tiempo o en otra infancia, hechizados por una vida que no han visto cumplirse, que tratan de abrirse paso sin saber si depositan todo su empeño en construir un sueño o una realidad.
Bajo la imagen de ese río, a lomos de una modesta embarcación, late el sentido profundo del relato: una historia sin tiempo ni lugar, gobernada por el deseo de continuar unas historias que murieron, sin dejar huella, en la orilla del río que cruzan. De ahí, pues, la sordidez y el cansancio, el miedo y el temblor, que atenazan a sus protagonistas. Esa actriz convertida en prostituta, la Rubia Doménech, apenas una máscara, un tibio recuerdo, del precoz erotismo de Leo; esa mujer del político, que ha pasado de saltar las aguas a refugiarse en hoteles vacíos; ese médico destruido, que solo desea terminar con su relato, al que todos buscan para mantener un poco más, otro párrafo más, aunque los renglones salgan torcidos, los sueños a los que se aferran. Como si se tratase de una de las inyecciones que cambian el humor de la Rubia; un cóctel de palabras que permita al relato encontrar su plano secuencia que vise como real lo que desgraciadamente es pura desesperación.
En La vida muerta todo parece embalsamado en un recuerdo lejano, quizá porque nada de lo que ha venido después (la madurez de Leo como visitador médico, el letargo de Gundi como alguien al margen de la ley) ha sido capaz de superarlo. Sotelo compone su novela a través de lugares cerrados, casi fantasmales, donde el tedio congela cada pizca de sensibilidad como quien, por un momento, cree que ha vuelto a sentir aquella vieja emoción. De ahí la lectura desesperada de cada encuentro entre Leo y su frustrado mito erótico; o el paisaje natural que encierra, como si se tratase de un personaje legendario, la ansiedad del barquero ante la vida que nunca tuvo. Los ojos vidriosos de Dangel, los dedos temblorosos de Sotelo tras el teclado, guardan ese pedacito de postrera humanidad que resiste ante el envite de lo real.
Más que una novela en el sentido tradicional, La vida muerta describe la caza de ese sentimiento que no por fugitivo y efímero deja de ser menos imprescindible: la vida, la conquista de lo que nunca llegó a ser, de eso que de tan inútil se vuelve tan dolorosamente bello, que Sotelo plasma en la extraña piedad de sus personajes. Animales abandonados que, conscientes de su final, se dedican a caminar en círculos mientras las páginas del libro se agotan. Por eso, entre ese aliento a muerte que contamina cada línea del relato, su autor elige la figura del nacimiento para culminar su historia. Como si en esa brillante conclusión reflejase, y compartiese, el mismo empeño con el que sus personajes intentan evitar que los sueños mueran en la realidad. Como si toda su novela fuera, ella misma, un empeño por hallar ese lugar en el que mantenerlos a salvo. Como la barca que nos ayuda a cruzar al otro lado del río.