La casa de las persianas verdes, de George Douglas Brown (Ardicia) Traducción de Sara Blanco Sánchez | por Juan Jiménez García.
Hay una frase completamente misteriosa en las solapas de este último libro editado por Ardicia: «Recuerdo la primera novela en inglés que leí. Era una llamada La casa de las persianas verdes. Después de terminarla quería ser escocés.» Decía esto Jorge Luis Borges y, bueno, sería un propósito muy digno de alabanza si no fuera porque esta novela, confirmando las impresiones de William Somerset Maugham en el prólogo, es un catálogo espectacular e incluso doliente de hijos de puta. Sí, así, con todas las palabras. En este libro, negro como el carbón, todos los personajes (y son muchos) son unos hijos de puta. La pregunta, claro está, es qué podría llevar a Borges a querer ser un hipócrita, borracho, trepa, inútil o gentuza similar. Nos quedaremos con esa duda…
George Douglas Brown era escocés. Su carrera fue breve (Maugham dice que afortunadamente, porque quién sabe si habría logrado escribir un libro mejor que este). Fue pobre de solemnidad hasta que publicó este libro, y tras ello tuvo la mala fortuna de morirse, con lo cual no puede decirse que su vida fuera especialmente feliz. Quizás esa fatalidad propia le llevó a escribir esta absorbente historia de fatalidades. Hay que decir, por si no se ha entendido aún, que la visión de Escocia que nos dejó es una invitación a hundir aquella región en las aguas del frío Atlántico y no dejarla salir a flote. Igual ni tan siquiera es un caso particular y, simplemente, el mundo es así. En todo caso, el descenso a los infiernos de John Gourlay y familia (descender es un decir, puesto que ya estaban instalados cómodamente en ellos), se convierte en sus manos en una tragedia de dimensiones épicas, que Brown atribuye, cita bíblica mediante, a la falta de caridad (sentimiento al parece tan poco apreciado por aquellos parajes como el agua).
John Gourlay es un comerciante brutal. Es capaz de destruir a alguien simplemente mirándole. La ira, la furia que contiene dentro de sí, son el motor de su vida. También lo que le impulsa a construir esa cada de las persianas verdes que domina el pueblo de Barbie, de la misma manera que él domina a sus habitantes. El odio es mutuo. Las fuerzas vivas le temen y sueñan con su destrucción. Realmente no son un peligro. Seres ociosos, basura, pasan su día en la taberna, perdidos en chácharas miserables. Gourlay no es un tipo inteligente, pero sí duro. Duro como aquello más duro que ha dado la tierra, y toda su relación con ellos es el desprecio. Hasta que un día aparece James Wilson.
James Wilson no es que sea mejor que él. No es mejor que nadie. Es otro tipo rastrero cuyo único interés es ganar dinero de la manera que sea y utilizando a quien sea necesario. Frente al primitivismo de Gourlay (un primitivismo basado en la fuerza bruta, en los puños, en el miedo), Wilson es el futuro. El hombre que piensa. Mejor: el hombre que intriga. Contra él, no hay ninguna violencia posible. Y con él empieza la decadencia del otro. Pero hay más.
Para Gourlay el futuro no es cómo discurrirá su negocio. Firmemente instalado, todo debería ir bien por los siglos de los siglos, y la casa de las persianas verdes es la prueba de ello, sólidamente presente. El futuro es su hijo (aunque no esté muy convencido de ello, no tiene otra alternativa). Pero su hijo, un inútil que ni tan siquiera ha heredado la fuerza del padre, solo aspira a instalarse en esa comodidad de la empresa paterna, en la que nada puede fallar. La voluntad de uno en que tenga unos estudios (aunque solo sea para no ser menos que nadie) y la imposibilidad del otro de aprender, completarán esa viaje del día a la noche, aunque sería mejor decir el viaje de la noche profunda a las tinieblas.
Para entender el lugar que ocupa La casa de las persianas verdes hay que entender el tipo de literatura que se hacía en aquellos años por aquellos parajes. Novelas idílicas de verdes campos, nobles sentimientos, tés al atardecer (o a todas horas), amores puros, seres intachables. George Douglas Brown con su obra se revolvió precisamente contra este estado de las cosas, y, lejos de las medias tintas, el resultado es totalmente inverso a aquel. Todos los personajes de la novela son unos miserables (y quien no lo es, que así por encima podemos decir que son un par, está condenado a la muerte o al olvido). Todos. Todo lo que ocurre en ella es horrible o una bajeza. La esperanza es algo tan raro como los días soleados. La vida es un estado permanente de hombres que comen hombres, un lugar en el que solo los más fuertes o los más listos triunfan, todo ello entre el asco de los demás.
El escritor escocés lo narra todo con esa fluidez que tiene lo inevitable. Y, por si no se entiende por sus acciones o sus palabras, su descripción del carácter escocés es todo un tratado de mala leche, no exento de moralidad. Algo natural en un mundo sin ética ni valores, más allá del precio de las cosas o del último rumor. No, no hay nada glorioso en estas vidas. Ni en estas tierras. Nosotros, que nos tomábamos el té con una nube de leche, unas galletitas escocesas mojadas en whisky y Liam O’Flynn sonando de fondo, hemos perdido un nuevo paraíso. Otro más.
La respuesta a lo de Borges está en sus textos. Siempre quiso ser un gaucho, un maleante de los bajos fondos, un militar que luchaba a caballo en las guerras como sus antepasados, pero de manera metafórica.
Me apunto el libro tan bien reseñado.
Gracias por la información. Bueno, en este caso no son delincuentes. En realidad son los prohombres del pueblo. Gente supuestamente decente, que de decente no tiene nada. La verdad es que no hemos avanzado mucho en cien años, vistos los periódicos…
J.