Sylvia, de Howard Fast (Navona) Traducción de José Luis Piquero | por Óscar Brox
La novela negra nos ha familiarizado con una fauna degradada y marginal llena de hombres y mujeres al límite dispuestos a hacer cualquier cosa por salir del atolladero. No hay otro género en el que abunden las falsas promesas de futuro y en el que las vidas se trunquen con tanta rotundidad. En el noir, más pronto o más tarde, todo se consume. Por eso cada escritor mantiene una pugna con las leyes del relato para robarle un poco más de tiempo, una nueva oportunidad, y construir una historia que salve el escollo del desenlace fatal. La vida de Howard Fast transcurrió marcada por la sombra del maccarthismo, que le obligó a usar un seudónimo para poder publicar. Tiempos turbios que le hicieron firmar como E.V. Cunningham ficciones que en Europa aparecían con su nombre auténtico. Sylvia, la novela que rescata Navona en su colección negra, pasa por ser un interesante quiebro en el terreno del relato criminal.
Alan Macklin es un detective privado contratado por un millonario para investigar el pasado de su futura esposa. Su única condición es que nunca podrá acercarse a la mujer; todo lo que encuentre deberá provenir de archivos, conocidos y huellas conservadas en el tiempo. Frente a esa petición mezquina, en la que planea la sombra de la delación, Fast erige una de las máximas del género: quien hurga en el pasado es porque quiere encontrar algo. Y quien necesita ese algo, pensamos, es porque en verdad desconoce el valor de lo que tiene. Macklin es un perdedor y al mismo tiempo un detective de raza, parapetado tras los datos antes que tras la pistola. Por eso, cuando repasa las fotos de Sylvia West, la mujer a la que debe investigar, siente esa mirada abrasadora que solo proyectan las personas heridas. Así, en lugar de hacer de esa búsqueda la oportunidad para destapar los trapos sucios de la futura esposa de Frederick Summers, el detective toma el encargo como la posibilidad de revivir la vida de Sylvia antes de convertirse en la señorita West. Su tormento y su éxtasis.
Fast describe cada punto en la vida de Sylvia con una mezcla de estoicismo y conmiseración, a través de unos cuadros que no ahorran al lector su sordidez pero también de una piedad que absorben los ojos de Macklin cada vez que se topa con los restos del pasado de esa criatura a la que está persiguiendo. La ternura de Macklin contrasta con el paisaje desagradable de chulos, canallas, pederastas o jugadores que marcaron la adolescencia de la mujer. Gente sin remordimientos, que repite como salvoconducto para eludir responsabilidades que hay que vivir y dejar vivir, como si eso pudiese justificar una paliza o una violación. Cada lugar en la geografía americana es como un puñetazo en la boca del estómago, otra mirada insoportable a lo peor de la condición humana, que Macklin trata de exorcizar con la bebida o con efímeras historias de amor; con algo que le sirva para abotargar los sentidos o con esos pocos retazos de normalidad que se pueden encontrar cuando caminas por el infierno.
En Sylvia no hay lugar para los asesinatos ni para los cadáveres cuyos huesos blanquean a la luz del sol. Sin embargo, Fast se las apaña para instalar a su protagonista en una agonía tal que si examinase una escena del crimen tras otra. En el fondo, Macklin sabe que su investigación se asemeja a la profanación de una tumba, a la vulneración de una intimidad desconocida. Cuanto más rastrea, más asco siente de sí mismo y desea acabar con todo. No solo porque se ha enamorado de esa mujer misteriosa, sino también porque teme al hombre en el que está convirtiéndose. Alguien con tan pocos escrúpulos como la galería de secundarios que pueblan el relato. Alguien tan miserable como aquellos moralistas que emprendieron una caza de brujas con sus semejantes para aislar a los que no pensaban de la misma manera. El género se mira en el espejo de la realidad.
Toda búsqueda tiende a un final, a un desenmascaramiento. En Sylvia es el detective, y no la investigada, quien descubre su rostro, perseguido por la tarea ingrata de delatar a una mujer cuyo único objetivo ha sido conseguir la vida que merece. De esa manera, con un quiebro en los cánones del relato criminal, Fast convierte el tormento de Sylvia en la angustia de Macklin. En el reconocimiento de esa mujer herida que ha hecho de su pasado una máscara y en el descubrimiento de la vida infame de este hombre herido que observa cómo se le escapan las fuerzas cuando todavía no ha llegado a los cuarenta. Así, Fast toma el género noir como un campo para reflexionar sobre esa mordaza que en la realidad oprimía las libertades individuales. Por eso, bajo su eficaz trama y sus inteligentes recursos narrativos, el autor de Espartaco muestra su exigencia al hacer de la novela criminal un reducto para esas vidas minúsculas que la sociedad se empeñaba en enfangar en los márgenes. Nadie mejor que él puede saber qué se siente al notar el aliento del pasado en la nuca.
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