LLegir petit (i escriure sobre literatura i amor), de Blanca Llum Vidal (Arcàdia) | por Gema Monlleó

Blanca Llum Vidal | LLegir petit (i escriure sobre literatura i amor)

“Jo estimo la vida tal com és: dolça i amarga, clara i ombrívola.”
Víctor Català  

 A veces leer no es sólo leer. A veces leer es leer para escribir. A veces leer es escribir sobre lo leído. A veces leer es contagiarse de un autor del que ya será imposible desprenderse. A veces leer es ponerse en riesgo, entrar una oscuridad quizás no deseada. A veces leer es un embrujo. A veces leer es una herida. A veces leer es un enfebrecer poético.  

De todo ello hay en este LLegir petit (i escriure sobre literatura i amor) de Blanca Llum Vidal (Barcelona, 1986). Ella, escritora y filóloga, es sobre todo poeta y es desde la poesía desde donde yo la leo (me atrevo a afirmar que es desde donde ella escribe) porque la poesía subyace en la mayoría de sus textos. 

Compendio de textos publicados previamente de manera individual (artículos, prólogos…) Llegir petit “és un viatge a través d’uns quants libres que m’han resseguit l’espinada”, un cúmulo poliamoroso de enamoramientos simultáneos porque en cada artículo late el amor por el autor, el libro, la idea. Al contrario que en la grandilocuencia de muchos tratados de crítica-teoría literaria, la autora defiende su elección de este “petit”, este adjetivo que despierta extrañeza junto al verbo “llegir”, porque su intención es destacar en cada caso una parte concreta, mínima (“triar minúscul, voler menut”), el verso-párrafo, el verso-partitura, el verso-texto que la interpela. Una manera de leer que también es una forma de relacionarse con el autor desde la distancia justa, la que le permite mirarlo y quererlo entender y “amb qui no pretenc dissoldre’m perquè, si ho fes, ens convertiríem en un monstre unitari”.  

Vidal lee, y es la fuerza de la lectura la que, como una energía transformada, provoca su escritura. Una escritura que no es sólo literaria sino que también es política, tanto por el diálogo que establece con los autores como por las reivindicaciones que extrae de sus escritos: el no-sólo-feminismo de Víctor Català (“violència contra les dones, contra els pobres, contra els malalts, contra els vells”) o de Maria Aurèlia Capmany (en ella “indestriable de la lluita obrera”), la fraternidad en Charlotte Delbo (”el convenciment que la supervivència té a veure amb els altres i que compartir la tragèdia és compartir les mínimes possibilitats de sortir-se’n”), la defensa de los anónimos en Marguerite Duras (“les històries per tornar-se boig i les històries a qui es deu la literatura”), la reivindicación de la cultura y la lengua en la conversación entre Joan Miró y George Raillard, el sionismo universalista de Martin Buber (“la denuncia plural, la generositat de l’amor i l’humanisme radical”), la presencia del “infinito” como responsabilidad individual en el presente de Lévinas (“la manera de fer, en peu de pau, la guerra a la guerra que suspèn la moral”), la desobediencia radical en Marlene Dietrich, Jeanne Hersch o Marina Tsvetàieva (“imaginar-les així, totes juntes, amb les seves fondàries i amb les seves desobediències radicals i subtils, és com fer escut, contraverí o barricada”)… 

Leer desde la lectura de otro (y especialmente si l’altri es alguien tan apasionado en la lectura como Vidal) me abre más el foco de mis propias lecturas. Estoy segura que cuando me acerque a Víctor Català tendré presente que su oscuridad, en ocasiones, no es más que una inclinación profunda (de nuevo política) hacia “la vulnerabilitat i tot allò que no té protecció” (“violència contra les altres vides, les que es desvien i les que surten de solc”), un desasosegante paseo por los claroscuros de la selva humana no muy lejanos al misticismo (“les conseqüències de combinar la temporalitat i el foc interior”) de Clarice Lispector. Vidal escribe frases a las que me agarro como anzuelos, más allá del contexto especifico en el que las traza. De Thomas l’obscur (Maurice Blanchot) afirma que quizás es “un llibre-finestra obert al mareig” y yo encuentro ahí, en ese mareo, el estímulo para la lectura de tantas otras obras, el detonante para la conmoción, el lugar desde el que más me gusta leer. Sospecho que algo de ello hay también en el modo de leer de Vidal, en el modo de escoger sus lecturas, en su pulsión vital lectora, en la necesidad de zarandeo que excede su propia descripción de la lectura de la obra de Blanchot (“Thomas l’obscur només permet d’acollir-lo per descol·locar-se. O d’acostar-s’ho volent-ne fugir. O d’acceptar el rebuig que pot arribar a provocar. O d’assumir que pot ser un imant incòmode i fins i tot revulsiu”).  

Si para Marna Tsvetàieva “l’escriptura era una extensió de la vida i un tentacle que embolicava el cos amb l’ètica i l’estètica”, para Vidal la lectura goza de una categoría similar. Si para Marguerite Duras la precisión “bisturéica” le es suficiente para retratar el horror de L’home que talla l’aigua (“Cent metres. Estirar-se. Tranquil·litzar les criatures. Adormir-les, potser, amb cançons. Diuen que el tren es va aturar. Aquesta és la historia”), para Vidal es de nuevo la elección de un texto concreto la que le vale para reflejar, en la más amplia dimensión del término (de nuevo) político, la monstruosidad de la lealtad inquebrantable a los dictados superiores. Si de uno de los relatos de Mosaic de Víctor Català se infiere que la autora “sentia un impuls natural -i pràcticament físic- d’escapar-se de l’adreçador”, de Vidal destaco su antiacademicismo (“desobeint alhora del lleis de la noma i també de les lleis de la follia”, Pasolini) y la tensión ideológica a la que la/nos lleva cada uno de sus escritos. Si la poesía en Marius Torres, Paul Celan o Mandelstam es la lucha perpetua por “obtenir alguna cosa, proposar alguna cosa, evitar un mal”, la prosa de Vidal sigue esa estela que no es otra que la de la memoria (“l’eternitat que, a contrallei, és temporal i és humana”). Si para Maria Mercè Marçal Barcelona “és nervi, és substrat i és batec”, para mí la lectura de Vidal, de la mirada de Vidal en sus lecturas, tiene las mismas connotaciones y aún le añado una más: la magia política (“una espècie de malabars de saviesa i una mena d’orgasme exquisit i salvatge”), esa que ella destaca, por ejemplo, en la adaptación teatral de la compañía cabosanroque (sic) de Temps i flors de Mercè Rodoreda.  

Vidal defiende apasionadamente los autores escogidos para este libro y con la misma vehemencia critica (autocritica) las (sus) ausencias (“els posaré el nom d’escàndol”): desde El carrer de les Camèlies y Quanta, quanta guerra… de Mercè Rodoreda (“és un escàndol que no hagi explicat que m’agrada especialment que a la Cecília C. la vestissin de flama per fer-li vergonya”) a La nuit sexuelle de Pascal Quignard, desde las revoluciones de la sexualidad en Els gossos d’Hervé Guibert a la Teoría de los cuerpos agujereados de Marta Segarra, desde Llum de ganivet y Desertar de Arnau Pons (“libres il·luminadors i rebels”) a las cartas de Amado señor de Pablo Katchadjian y al Tsili de Aharon Appelfeld (“i la seva majestuosa capacitat de parlar de la historia concreta sense a ver d’ubicar-la en el temps”). Nombres, listas finitas para amores infinitos (“l’absència fa forat i fa mal”), para referentes que nombran tanto la presencia como el olvido en un primer capítulo en el que cabalgar la literatura con Vidal es un (bellísimo) escándalo. 

A la manera, entre otros, de la Maria Negroni de El arte del error (Vaso Roto Ediciones, 2016) y del Enrique Vila-Matas de El viento ligero en Parma (Sexto piso, 2008), este Llegir petit de Vidal es un espejo de bellas extravagancias a semejanza de los antiguos gabinetes de curiosidades, un atlas de reivindicaciones, un diagrama estético, una fotografía mental de una geografía mucho más amplia, un anti-aquelarre más de filias que de tormentos, un sistema nervioso tan exuberante como, en ocasiones, severo y punitivo; en definitiva, una seducción po(é/lí)tica: “Això no és res d’exhaustiu ni final, sinó un inici, una arrancada, una manera d’envestir. D’anar a l’encontre. De topar amb força. D’anar a buscar.” 

No quiero terminar sin remarcar la coherencia (de nuevo poético-política) de la autora que, si en un artículo reciente en El Temps de les Arts sobre Un brindis per Sant Martirià (H&O Editores, 2023) recriminaba a Albert Serra la falta de referentes femeninos, en Llegir petit la presencia femenina, siendo mayoritaria (y triple en la obsesión confesa por Víctor Català), no es excluyente. Y aquí, permitidme un guiño a Vidal, “us prometo que no diré, que no diré, que no diré Ontologia”1. 

Termino citando con ella a Hannah Arendt: “La presencia dels altres que veuen el que veiem i escolten el que escoltem ens assegura de la realitat del món i de nosaltres mateixos”, para afirmar que esta es la voluntad última que yo encuentro en su LLegir petit: el asentarse en toda la pluralidad del mundo (literaria y política) y en nuestras propias contradicciones. 


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