El orden del azar. Guillermo de Torre entre los Borges, de Domingo Ródenas de Moya (Anagrama) | por Juan Jiménez García

Domingo Ródenas de Moya | El orden del azar. Guillermo de Torre entre los Borges

La reedición de su obra máxima, Literaturas europeas de vanguardia (Renacimiento), ha coincidido con la aparición de este El orden del azar, suerte de biografía (pero más que eso) de Guillermo de Torre punteada por los hermanos Borges. Con Literaturas, quedaba en el aire una pregunta, un asombro: ¿cómo podía haber escrito aquel libro un muchacho de diecinueve, veinte años? Con la aparición de este, las dudas se resuelven y los asombros son otros, muchos más, y es que el escritor y ensayista español fue una de las figuras culturales importantes del siglo pasado y por diversas y amplias razones, pero también una de las más olvidadas, por las razones de siempre. El exilio, nuestra propia naturaleza, que hace que nos acordemos de críticos franceses, alemanes o americanos, pero no de los propios, y así podríamos seguir estableciendo odiosas comparaciones y más odiosas constataciones, pero eso sería también algo que nos es muy propio: las lamentaciones por lo perdido pero el escaso esfuerzo por recuperarlo. De modo que celebremos lo que tenemos y confiemos en el porvenir, y que ese porvenir nos entregue, nos sitúe de nuevo, a Guillermo de Torre en su lugar, desde aquel jovencito empachado de vanguardias y esas esdrújulas que le reprochaban hasta el crítico ineludible y editor de prestigio (fundador y editor de Losada o creador de la colección Austral).  

Por su vida y por esta biografía desfila buena parte del ambiente intelectual que va desde los años veinte hasta el fin de la Segunda Guerra Mundial. Luego, sigue cultivando su gusto por tantas cosas, su curiosidad y su buen hacer, pero (y ese es un acierto de este libro), son estos años los que arrojan no solo luz sobre sus inquietudes (sus años de formación, ilusiones y desilusiones), sino que le sitúan en una posición (y cuán a menudo, esa posición es la de poder alimentarse, la de adquirir un oficio definitivo). Años que discurren paralelos e indivisibles con los Borges, Norah y Jorge Luis (Georgie). Con la hermana, acabará por casarse y mantener una relación que durará toda la vida. Con el hermano, una disputa intelectual, un tira y afloja, mientras el escritor argentino no encontraba su sitio (tardó tanto en encontrarlo como el periodo que abarca este libro) y andaba de revista en revista, como el propio Torre, esos lugares en los que entonces se disputaban buena parte de las batallas intelectuales de su tiempo (también las reyertas, e incluso las bofetadas y golpes bajos).  

Así pues, el libro empieza con un jovencito lleno de inquietudes y arrastrado por la locomotora de las vanguardias y los ismos, de las que él se quiere incluso maquinista. Acabada la Primera Guerra, por Europa se extiende una sensación de libertad, una necesidad de hacerlo todo y hacerlo ya. El futurismo había surgido hacía algunos años, tras él había llegado el dadaísmo, junto al dadaísmo se movían el cubismo y otros más. El surrealismo no andaba lejos (pero primero tenía que asesinar al padre, a Dadá), y Guillermito empezaba a frecuentar tertulias (la de su maestro, Cansino Assens, o la del Pombo, con Ramón Gómez de la Serna) y, con ese don de gentes que nunca le abandonó (para hacer amigos fieles y enemigos feroces), a entender que las vanguardias no eran solo una cuestión literaria sino una cuestión de juventud y de andar sincronizado con su tiempo, lo cual debía ser una obligación de cualquier persona de su edad o escritor contemporáneo. Así, surge nuestra propia vanguardia, el ultraísmo. En ella ocupará un papel esencial, pero complejo, porque padres salen muchos cuando el hijo tiene un cierto éxito, y cuando empieza a marchitarse la cosa, nadie se da por aludido. Torre, mientras estudiaba para complacer a su padre y para tener un futuro que la literatura solo con dificultad le daría, se carteaba con todo el quien es quien de los movimientos europeos. Estaba al corriente de todas las revistas, de las corrientes subterráneas, de los dimes y diretes, de las frecuentes disputas y de los afectos pasajeros. Con sus apenas veinte años, se había convertido en una presencia habitual, y eso también le granjeaba impertinencias, que afrontaba entre la deportividad y la perplejidad (tampoco era muy dado a callarse). La prueba definitiva, de él como escritor y como ser social, vendría con la publicación de su único poemario, Hélices, en el que se le acusaría de todo, empezando por su gusto por lo rebuscado, y que le serviría para distinguir mejor afinidades y agravios. Literaturas europeas de vanguardia, un compendio de todo lo que había conocido, apreciado y disputado aquellos años, saldría algo después, y llovieron piedras y palos sobre aquel jovencito no pocas veces impertinente pero qué duda cabe que bien informado. El tiempo, la distancia, pondría las cosas en su sitio. La obra crecería y Guillermito iría dejando su lugar a Guillermo de Torre, que por aquel entonces ya aspiraba a casarse con Norah y disputaba o compartía gustos y pareceres con Georgie (que estaba lejos de encontrar su sitio, muy lejos, hasta lo impensable). 

Sus progresivas dudas sobre los avatares de las vanguardias (sin renunciar nunca a ese ir, necesariamente, con su época), su progresivo desprenderse de una cierta ampulosidad del estilo y un forzado oscurantismo, su saber estar en donde había que estar y su atrevimiento para con todo, le colocan en una posición privilegiada en las revistas de la época, que, como decía, era donde se movía la literatura y el pensamiento de aquellos años (y así siguió mucho tiempo, aquí y fuera de aquí). Participaba a menudo, bien opinando, bien escribiendo, bien siendo parte de ellas, como ocurrió con La gaceta literaria, fundada por Ernesto Giménez Caballero (más adelante, notorio fascista), de la que fue parte fundamental. Pero él, por aquel entonces, pensaba en casarse con Norah, y sus preocupaciones iban encaminadas a como ganarse la vida. Glosar todos aquellos años es una tarea titánica y para eso está el libro de Domingo Ródenas de Moya, que se convierte en un palpitante relato no solo de la vida de Guillermo de Torre, sino de los ambientes intelectuales de aquellos años, que acabarían muriendo, literalmente o por exilio, ambiciones o decepciones, con la guerra civil. Torre, como decía, pensaba en esa boda, y así hizo, marchándose a Argentina una primera vez y viviendo con los Borges, mientras se movía por los ambientes bonaerenses como lo había hecho por su Madrid. Pero era consciente de que allí no había mucho, y que ese mucho que faltaba estaba en España, en Europa. Acabarán por volver cuando la Segunda República esté cerca, y de marcharse de nuevo cuando la guerra lo esté aún más. Antes de aquel exilio definitivo, participa y será parte esencial de la revista Sur, fundada por Victoria Ocampo, junto con Eduardo Mallea, y a ella volverá, para dejarla cuando, a partir de una escisión de Espasa Calpe, se funde Losada, editorial a la que dedicará su vida y en la que abrirá nuevos caminos y encontrará su lugar, también como crítico reconocido. Unos primeros años marcados por su fidelidad a la República y las decepciones (como con Ramón Gómez de la Serna, notorio franquista), así como la muerte de amigos como Federico García Lorca. 

¿Y Georgie? Jorge Luis Borges había pasado de sus primeras querencias nacionalistas y gauchescas a encontrar su lugar en esos relatos con complejas estructuras ensayísticas y de pensamiento, y mientras compartía su vida con la madre, Guillermo y su hermana Norah, artista plástica reconocida, él no tenía ni como ganarse la vida. Participante activo de la vida intelectual, asiduo de las revistas, donde fueron apareciendo todas sus polémicas y, posteriormente, toda su obra reconocida y reconocible, le faltaba de todo menos las ganas de disputa. Ni encontraba el amor (sino más bien una cierta tendencia al rechazo) ni encontraba un trabajo, más allá del de bibliotecario mal pagado, que al menos le dejaba tiempo para la lectura, mientras su cuñado tenía una vida, unos hijos e incluso una manera de ganarse esa vida que a él se le resistía. Pero el final lo sabemos, desde el momento de que conocemos (que no leemos) a Jorge Luis Borges y ni conocemos ni leemos a Guillermo de Torre. El éxito postrero del argentino atravesó como un rayo los años de entrega del español, y atrás lo dejó. La suya fue siempre una relación complicada, pero compartieron casa, familia, no pocas veces espacios y alguna que otra vez gustos, aunque más a menudo diferencias. Lo cierto es que en buena manera se fueron retroalimentando, y que al final, cada uno encontró su lugar, que costaba adivinarse en aquellos jóvenes poetas de los años veinte, jóvenes poetas traicionados, como tantos otros, por esos mismos jóvenes en su madurez. 

Soy consciente de haberme dejado infinidad de cosas en por contar, pero para ser justos con Guillermo de Torre, debería haber escrito, borgianamente, El orden del azar yo mismo y de nuevo. De modo que todo esto solo debe tomarse como una incitación a la lectura, una invitación al sometimiento a esta lectura que se me hace imprescindible para entender no solo a su protagonista (o sus protagonistas) sino aquellos años, que empezaron con la fuerza de aquellos que se sabían vivos, y acabaron con los nubarrones de aquellos que sabían que la muerte siempre estaba ahí, esperando, y que el ser humano no tiene solución, lejos de ser ningún misterio. De guerra a guerra, cruzando otra guerra, Domingo Ródenas de Moya recorre ese tiempo y también vuelve hacia atrás desde el futuro que es la muerte, en los años setenta de Torre. Como si ese futuro fuera al encuentro de aquel rabioso presente que renegaba de su pasado. Cuando se publicaron cosas póstumas del escritor, se les llamó Tan pronto ayer. Qué buen título y qué buen resumen para toda una vida, la suya… 


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