La vida está en otra parte, de Milan Kundera (Tusquets) Traducción de Fernando de Valenzuela | por Juan Jiménez García

Milan Kundera | La vida está en otra parte

Viene a decir Milan Kundera que el camino entre la tragedia y el ridículo es más bien corto. La vida está en otra parte podría ser una larga reflexión sobre esto, a través de la vida del joven poeta y su madre. El joven poeta que nació pese a la intención del padre, el padre que no quería ser ni padre ni marido, la madre que se ve enfrentada a un destino superior (la vida del hijo poeta), un destino superior que condicionará toda su existencia. A veces, contra ella, otras con su resignación, otras, las más, como una elevación del espíritu. La mamá del poeta como destino. Podríamos entender el libro como el relato de una caída colectiva. Cae la madre, cae el hijo, cae Checoslovaquia entera. Una gran broma. El joven poeta no es ningún héroe. Esta no es una novela de formación, sino de desintegración. Él, que quería morir en llamas, muere ahogado en su propia insuficiencia, en su estupidez de largo aliento. Jaromil (ese es su nombre) estaba destinado (¿por quién? ¿para qué?) a grandes cosas, pero acaba asfixiado por su tiempo, por el comunismo, por la madre, por su asquerosa personalidad egocéntrica y miserable, que deberíamos perdonarle por su juventud pero que nos es fisiológicamente imposible. Primero nos inquieta, nos resulta molesto, como una insistente picazón, luego nos resulta insoportable, como la historia de aquellos años y, finalmente, todo se desmorona alrededor nuestro y suyo, y ese malestar es compartido. Jaromil, su mamá, son uno de esos personajes raros en la literatura, uno de esos personajes que nos abrasa físicamente. Como la esposa de Acto de fe, de Elias Canetti, ese ejemplo que pongo siempre porque nunca sentí tanto odio por alguien, y, aunque no tengo muy claro que la literatura sea capaz de cambiarnos, aquello me lleno de dudas. Tal vez no nos cambie, pero sí que puede acercarnos a los límites (del dolor, pero también de la felicidad). 

Jaromil, ese hijo de una noche confusa, de un lugar impreciso (idealizado, como lo será el mismo toda su vida), ofrece desde bien pequeño razones para creer en su talento. En algún momento, empieza a escribir poesía. Para su mamá, no hay nadie como él y está llamado a todas las grandezas. Su papá no lo aprecia demasiado, y, tal vez, en el fondo piense que es la causa de verse atado a un destino que no quiso, a un presente que no comparte. Llega la guerra y la invasión nazi. Y luego llega el socialismo y el comunismo, hasta que el comunismo se deshace del socialismo y todo le sobra. Ya solo hay enemigos y fieles seguidores, y la línea que va de un extremo a otro es finísima y promete abismos (como ya escribió Milan Kundera en La broma, su anterior y primera novela). Sus poemas coquetean en un principio con la modernidad del surrealismo, con las vanguardias. Conoce al pintor, y este será su referencia, su tutor, alguien que confía en él. Pero la llegada del comunismo implica también un cambio necesario en su poesía. Hay que escribir sobre la realidad, sobre la inmensa alegría de los obreros. Lo demás son juegos burgueses. Una nueva época necesita una nueva poesía y un renovado compromiso. Compromiso y juventud deberían de ser como el agua y el aceite o, al menos, debería sentirse fuertemente la fricción. Para Jaromil será el principio de las traiciones. A sí mismo, en buena manera, y, por supuesto, a los demás. Su tragedia se precipita hacia el ridículo. Mientras, Milan Kundera, lleva la obra desde el humor a la incomodidad del humor. Ha ido trazando una vida paralela con otros jóvenes poetas: Rimbaud, Byron, Shelley, Lermóntov,… Derrotas, derrotas, derrotas, que la posteridad convertirá en niebla, confusión, enfrentados a su grandeza. ¿Pero y si no hubiera llegado a existir esa grandeza? No serían nada, algo risible. Y así queda el pobre Jaromil. 

La vida está en otra parte es, de alguna manera, una obra sobre la soledad. Aunque Jaromil no deje de estar acompañado, incluso obsesivamente vigilado, obsesivamente querido, está solo. Solo y encerrado en sus propios pensamientos, que conforman un laberinto que incluso en los momentos en los que cree entenderlo todo (escasos, espejismos), no dejan de escapar a esa soledad de aquel que es incapaz de comprenderse y, por encima de todo, de comprender a los demás. No está tan lejano de ese Ludvik Jahn, que buscando vengarse de las traiciones del pasado, acaba por encerrarse en sí mismo, hasta que encuentra que es demasiado tarde para casi todo y que está, irremediablemente, derrotado. En su suficiencia, no hay nada más. Son víctimas de sí mismos, arrastradas por la Historia, incapaces de vivir un destino propio, auténticamente propio. Y tal vez esa sea la pregunta que subyace en estos primeros libros de Kundera: si es posible ser alguien contra la colectivización de los sentimientos. En un tiempo para los perdedores, cómo vencer. Aunque sea una victoria pequeña, muy pequeña. Fugaz, muy fugaz.


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