La mala costumbre, de Alana S. Portero (Seix Barral) | por Gema Monlleó

Alana S. Portero | La mala costumbre

“Hay tantos niños que van a nacer
con una alita rota
y yo quiero que vuelen compañero
que su revolución
les dé un pedazo de cielo rojo
para que puedan volar.”
Hablo por mi diferencia, Pedro Lemebel 

Son muy pocas las veces que comienzo a escribir una reseña antes de terminar el libro que estoy leyendo. Quizás porque, pese a que leo con y desde la intensidad, son muy pocas las veces que un libro va detonando a mi alrededor minas antipersona: minas de lucidez y dolor, de lírica y prejuicios, de empatía y crudeza, de humor e indefensión, de soledad y fantasía, de cariño y crueldad, de ternura y desasosiego, de humor y rechazo, de sanación y desamparo…, tantas como para detener la lectura y respirar. Cierro el libro. Dejo que lo leído se pose en mí mientras las esquirlas de palabras me hieren con su conmovedora belleza. 

Recuerdo una sensación similar con Leaving las Vegas (John O’Brien, H&O, 2022), especialmente con la primera parte del libro donde se narra la historia de la prostituta Sera antes de conocer a Ben. Nada en mi vida se parecía a lo que le sucedía a Sera, pero yo era Sera. Ahora nada en mi vida alude a lo que le sucede a Sempe (nombre con el que la bautiza Jay, el-chico-del-primer-beso), pero leo La mala costumbre como si Sempe fuese yo. Respiro. Busco el oxígeno de las criaturas del bosque. Leo. Escribo. 

La mala costumbre es la primera novela de la historiadora Alana S. Portero, poeta, dramaturga y activista LGTB, una obra de ficción confesional bastida de los referentes humanos y culturales de la autora, pero alejada de la autoficción. Escrita en primera persona, a modo de diario sin fechas, narra el recorrido vital de una niña trans crecida en un barrio obrero y periférico del Madrid de los años 80. Por sus páginas, atravesadas continuamente por la conciencia de clase, transitan yonquis, prostitutas, maricas y bolleras (sic) y también todos los prejuicios de aquella época (y muchos de esta). 

“Que una acabará siendo mujer lo descubre a través de los ejemplos que tiene cerca, de la sed de referentes, de la necesidad de participar de la herencia que unas mujeres se dejan a otras y que es ajena a los hombres” 

No me parece casual que el viaje iniciático de la protagonista comience con un ángel recién caído de un primer piso, con una jeringuilla clavada en el pie, y una madre arropando al hijo muerto entre gritos, babas y desesperación. La niña Sempe, tuerta provisional y tartamuda a ratos, derrama su enamoramiento (¿estético?) sobre el cuerpo hermoso e indefenso del chico muerto (“algo que parecía caído del cielo y dejado como exvoto en mi umbral”) dando lugar al primero de los muchos fogonazos de autoconocimiento que le irán llegando (“Mis primeros pasos como travesti fueron los de una transformista de metro veinte que imitaba a una anciana bruja y chamarilera que olía a tanatorio”). San Blas, Madrid, década de los 80, calles regadas de “jeringazos de heroína casi regalada”, obrerismo en el antiguo Cerro de la Vaca. San Blas, Madrid, década de los 80, un yonqui muerto, otro más. 

Si la novela es un alegato no maniqueísta a favor de los excluidos, de los que viven en los márgenes, para la niña Sempe los yonquis fueron su primer contacto real con el grupo al que irremediablemente se vería abocada. Si ellos (“los vi brotar y hacerse cada vez más lentos hasta alcanzar la quietud final”) viajaban hacia la lentitud (“con la sonrisa de los crucificados, indefensos pero ya flotando en lugares donde nadie podía tocarlos”), ella irá sabiendo que viaja hacia el no-lugar de la vida oculta, hacia el estar en la vida pero no vivirla (de ahí el refugio en la imaginación, ese “cuarto propio” de la resistencia: “Me pasaba el día imaginando, pero no era capaz de proyectar mi propia imagen en el futuro, como si lo que era, quien era, estuviese condenado a una infancia perpetua jugando al escondite de la existencia”). 

En un entonces de susurros en lo tocante a la orientación sexual (el género no era ni planteable), la niña crece construyendo un armario en el que ocultar todo lo que va descubriendo que no debe dejarse ver (“crecía teniendo que parecer algo que no era, que cada vez se me daba mejor, que cada día dolía más”), un armario de silencio en el que tampoco caben las preguntas que (se le) naufragan en la boca (“el miedo que se pasa en el armario fabrica monstruos a partir de sombras chinescas”), un armario en el que encerrar los/sus primeros referentes (María la Peluca, Margarita… “aprendí que a las mujeres que viven a su manera, que envejecen a su manera y que llevan la vida marcada en la cara, bien visible, se las suele cubrir con el manto del patetismo y de la burla porque se las teme”), un armario para el espejo de la vergüenza de quien no sabe/puede reconocerse (“nunca enseño mi cuerpo porque se me está transformando en un laberinto de carne que se pudre del que no sé salir”), un armario para la ausencia de palabras con las que nombrar de manera no peyorativa su identificación de género (“las palabras nunca acababan de salir y no tenía herramientas para gestionar algo tan complicado que yo misma me esforzaba por enterrar en la fosa común de las vergüenzas”). 

“Tenía miedo de que mis padres dejasen de quererme si sabían que yo era diferente de como ellos creían. Escuchar a los adultos hablar de personas diferentes dejaba marcas que no se borraban nunca.” 

Portero cubre con un manto de referencias bíblicas, mitológicas, literarias, cinematográficas, históricas y pop los años en que la protagonista trata de (tarda en) reconciliarse consigo misma. De la niña que crece en un cuerpo que no sabe habitar a la mujer final acompañada por diosas, oráculos, brujas y sabias, de la niña que tanto puede cantar Marinero de luces y bailar como Madonna a la mujer que se erige como un expiatorio ángel de la guarda. Lady Godiva, Ayax, Medusa, Morrisey… son el subtexto que la autora ofrece a Sempe para construir un legendarium hagiográfico (“los rostros de aquel santoral de vinilo, maquillaje y descaro”) que le permita las liturgias con las que celebrar el (su) amor propio (“para mí, pequeña travesti de incógnito en un barrio obrero (…) contemplar a Boy George en toda su alegre feminidad o a Prince en medias de rejilla era como ver luciérnagas en una cueva negra y húmeda”). 

A esos referentes universales se le irán sumando los referentes tangibles (lo que Portero denomina “las criaturas del bosque”), las mujeres a las que Sempe levantará un altar de admiración y agradecimiento (“Eugenia era una hechicera escuchadora, alguien a quien rezar la avemaría de las travestis”), mujeres heridas pero no rotas, mujeres rechazadas pero no amargadas (“era su hija pero ellas no eran mis madres”), mujeres que aceptaron su verdadero ser y estar por más que ello las relegase a la marginalidad de las trabajadoras sexuales o de la parodia del barrio (de la santísima trinidad de “las Moiras” a la inolvidable Margarita, ese personaje secundario que casi se come la novela en cada aparición: “Truman Capote le hubiera rezado padrenuestros sureños a Margarita si la hubiera conocido”), mujeres que desde su casi-nada tejen las redes de afectos y cuidados que tanto temen a partes iguales el patriarcado y el liberalismo salvaje (“aprendí que la genealogía, al ser un amor heredado, solo funciona en cascada”). 

“Todo lo que había oído sobre ser como ellas contenía palabras que se parecían a las que se usaban cuando se hablaba de alguien que está enfermo. También palabras de aflicción o de vergüenza.” 

Las violencias de la novela (las minas antipersona que iba detonándose durante mi lectura) no son sólo las que irá sufriendo la protagonista, también son las propias de la época, las que en aquel entonces hacían mirar hacia otro lado: violencia machista y abusos sexuales en el hogar (“sucedía como suceden las cosas mundanas, sin que parezca que son perfectamente evitables”), violencia laboral con jornadas laborables interminables en la clase obrera (que impedían relaciones familiares basadas en el tiempo compartido, que dejaban el amor intrafamiliar en una piedra bruta y sólida exenta de matices: “me querían como bestias”), violencia lingüística (contra las mujeres trans: entre el chiste, el objeto sexualizado y el desprecio: “fueron esas conversaciones ajenas, las que se supone que una no está escuchando, las que me convencieron de que era un ser torcido que debía ocultarse”; contra la propia falta de recursos para contarse: “antes de definirte tú misma, los demás te dibujaban los contornos con sus prejuicios y violencias”), violencia por la falta de genealogía del dolor que aboca a una soledad poblada de fantasmas (“soy como Mery –la protagonista de Rejas de cristal, Marco Risi, 1989- sobre todo como Mery, vivo entre dos mundos sin que nadie me espere en ninguno de los dos”), violencia por la falta de narrativas donde inscribirse y proyectarse (de ahí la importancia de las confesiones a los dioses Morrisey o Prince). Violencia, en este caso sí inscrita en la protagonista, que Sempe desata sobre sí misma: la negación, la autolesión (física, metafórica, “detengo mis sueños dándome una bofetada”) y el deambular a lomos de una deteriorada salud mental (“me humillaba no tener la determinación suficiente para suicidarme”) sin tratamiento (ese lujo para las hijas del barrio obrero). Y violencia del silencio en esa elipsis-agujero-negro de trece años, el silencio inenarrable sobre el que si Portero no se alarga yo tampoco lo haré (“cómo se narra la nada, cómo se hace memoria de una vía muerta, cómo”). 

“Al crecer, la vida se bifurcaba inexorable, como placas tectónicas que se separan, no había forma de asir los bordes y unirlos en una existencia lisa. Estaba convencida de que, a cada intento de vindicarme como la niña, la joven o la mujer que era, le seguía algún correctivo insoportable” 

Pese a la dureza de tantos pasajes la novela no está en absoluto exenta de una lírica que los hace más “digeribles” (“navegar el efecto de la heroína flotando en aquella superficie inmunda como nenúfares de alquitrán”, “se sacaba las palabras de dentro como agarrando terrones de barro”, “detectaba almas en pena, tristezas y melancolías como una zahorí de la soledad”), la lírica de las luciérnagas que iluminan algunos caminos a su paso, la lírica que me permitía seguir cogiendo aire de la mano de las criaturas del bosque. 

A todo ello se contrapone un Madrid que oscila entre lo cómplice (la Movida, la “nueva conciencia” de la libertad) y la agresividad; el Madrid que Sempe pasea, en un oleaje constante entre la resiliencia y la desesperación, especialmente de noche (“caminar era desplazarme, hacer algo, oponer cierta resistencia a una molicie que me devoraba viva”), el Madrid de polvo y asfalto previo a la gentrificación, el Madrid del tránsito entre la visibilidad y los dragones nocturnos y la ropa sucia escondida en el altillo del armario. 

La mala costumbre comparte afinidades electivas con otras novelas bildungsroman, desde Nada (Carmen Laforet, 1944) a Cielo nocturno (Soledad Puértolas, 2008), desde Barrio de maravillas (Rosa Chacel, 1976) a la reciente Las malas (Camila Sosa, 2019). Afinidad también con Léxico familiar (Natalia Ginzburg, 1963) por la geografía semántica de los próximos a Sempe, con las amazonas de Roja catedral (Elena Fortún, 2022), con la opresión y, sin embargo, la alegría del inolvidable protagonista de Tengo miedo torero (Pedro Lemebel, 2001) e incluso con Como agua para chocolate (Laura Esquivel, 1989) por la importancia sanadora del puchero, del puchero solidario. Y afinidad también proyectada (en la acepción psicológica del término) hacia una realidad trans que hoy puede realizar un recorrido infantil distinto al de los años ochenta y noventa de la novela como el que muestra Lucía, la niña protagonista de la película 20.000 especies de abejas (Estibaliz Urresola Solaguren, 2023) 

Reconozco que por mi parte llego tarde a una realidad que hasta ahora no conocía más que por titulares interesados y por el ruido de las redes sociales. Agradezco a Portero la capacidad empática, el acercamiento desde la emoción y no desde las teorías. Agradezco la contraposición entre fábula e hiperrealidad que ha convertido mi lectura en un viaje físico y emocional en el que el dolor deviene (y no es espóiler) promesa ilusionante en esta suerte de narrativa de la esperanza (a la que dudo si añadir el adjetivo queer para no empequeñecerla). 

“Una sabe que ama sin complejos cuando deja de temer los gestos que la delatan como amante.” 

Me parece importante remarcar que, pese a ser una novela de una cronología trans, no se trata de un libro de nicho o de tesis. La mala costumbre es una novela sobre el autoconocimiento y la aceptación y sobre la importancia de la imaginación como amiga íntima y primera compañera. Novela identitaria (en el género y en la clase social), novela fronteriza entre el quien soy y el cómo quiero habitar mi vida, novela (ahí sí) homenaje a una generación de mujeres pisoteadas por la incomprensión social, víctimas de la ley de peligrosidad social y olvidadas políticamente durante la Transición, mujeres-comunidad que, aplastadas por el patriarcado, se levantan y re-construyen gracias a su red de afectos 

Novela neo-folk-cañí, novela retrato costumbrista en absoluto nostálgica (“toda vista atrás tiende a dulcificar situaciones que no dejaban de ser amargas”), novela en la que la tristeza, por obra y gracia de la literatura, muta en ternura. Y novela espejo para el bellísimo brilli-brilli-glam de la transformación última. 

La mala costumbre es un gran abrazo con lo intrínseco, lo propio, lo femenino. Y es también el abrazo fraternal y luminoso con la familia escogida. Gracias, Alana. 


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