Si las cosas fuesen como son, de Gabriela Escobar Dobrzalovski (H&O) | por Gema Monlleó
“Me gustaría no ver en mi infancia otra cosa que infancia. Y sin embargo no puedo.”
Cuadernos de la guerra y otros textos, Marguerite Duras
Termino Si las cosas fuesen como son (Gabriela Escobar Dobrzalovski, Montevideo, 1990) con la devastación a cuestas y escribo con la sensación de estar traicionando a Sabina Urraca, quien en el prólogo de la novela afirma “aproximarse a este libro mencionando sus temas sería simplificarlo hasta la asfixia, hacerle un desprecio a lo que de veras es”. Pero no puedo callar en lo escrito. Necesito una corriente de aire de palabras que asiente cada uno de los crujidos que esta lectura me ha provocado: leer entre la devastación y el desbordamiento, entre el dolor y el vislumbrar morboso, entre la necesidad de saber y el no querer (algunas) respuestas. Termino, respiro, escribo. Termino, respiro, espero. A veces la escritura postlectura es un tsunami del que sólo escucho un murmullo lejano, la creación de la ola, el silencio previo a la llegada, y el convencimiento de saber que, pese a que el oleaje me arrastrará, debo quedarme en la orilla esperando. Y llega, la marejada llega. Y escribo desde la insensatez y el aturdimiento. A mano. En la última página del libro. Con letra ininteligible. Borracha de emociones. Expiando placer y tragedia.
En Si las cosas fuesen como son hay una mujer-hija y una mujer-madre (“acercarme a mi madre es más violento que dejar las cosas como están”). Hay también un padre-mala-palabra (sic) y unos hermanos-casi-esposos (“¿cuándo se prohibió el incesto y por qué esa prohibición funciona a medias?”). Hay incluso una mujer-¿amante? de la mujer-hija, y la ausencia de otra amante-mujer que se quedó en el nido-refugio-cueva y propició que la mujer-hija regresara a la casa-cárcel familiar. Y hay, además, vecinas, niños, hombres en la playa y una perra, Fobia, “la única persona a la que mi madre ama” (sic).
“Después de años, vuelvo a compartir techo con la Tumbona. Así le decimos a mi madre. Tenía que mudarme por la separación con Julia y ellos tenían que mantenerse en el pegote, seguir viviendo juntos hasta que la muerte los separe: mi madre y mis hermanos.” Ella, la narradora innominada, la mujer-hija, de nuevo en la casa-falso-útero (“es raro oír olas desde la cama. Cuando me acuesto, siento que la casa entera flota como una balsa en el mar”) dispuesta a recibir la violencia antropofágica de la Tumbona (“aspecto de leñador, de mujer árbol de tronco grueso”), esa madre caníbal (¿madre-tumba?, ¿madre-lápida?) que “te come de a poco, pero nunca demasiado”: tres Hansels, una Gretel. Ella, la narradora innominada, la mujer-hija que, rota, debe aceptar de nuevo la carnicería emocional de la desidia de la Tumbona, la antítesis del buen hacer de la buena madre: el no-cuidado. Ella, la narradora innominada, la mujer-hija que no desempaca las cajas de la mudanza (“pienso en algo estúpido: si las abro, voy a dejar escapar el aire que viene de mi vida anterior”) en una provisionalidad visible a la que aferrarse mientras “el futuro” llega. Ella, la narradora innominada, la mujer-hija, la mujer-hermana que ve como el sillón-incubadora de la “vida microscópica” en el que madre y hermanos viven-comen-duermen parece engullirlos, pero de nuevo, nunca demasiado. Ella, la narradora innominada, la mujer-hija que, de pequeña, queriendo aislarse ya entonces del secuestro anti-maternal de la Tumbona y del silencio paterno, juntaba las manos enviando palabras al cielo y “pedía otros padres”.
Ella, la narradora-hija, es una mujer-frontera a caballo entre un mundo extinto (el del amor agotado) y otro mundo, ese futuro impreciso, al que todavía no llega. Mujer-varada que como las ballenas en la playa se asfixia en el aire viciado de la casa-cárcel y huye a los campos ajenos a cortar flores para hacer cigarrillos-dormidera en un exorcismo contra el vacío (“los pétalos secos se deshacen, se forma un polvo muy fino, que se dispersa y se mete en la nariz, sube hasta la frente y embota el pensamiento”). Ella, la narradora-mujer que besa a otra mujer en ese campo-jardín-de-las-delicias-exilio en el que el sueño y el juego (“embocar la lluvia adentro del ojo”) son posibilidad y oxígeno contra (sic) el presente. Ella, la narradora-hija, narradora-sobrina, narradora-nieta, que persiste en la arqueología del pasado y lleva a sus espaldas el peso de los restos familiares visibles e invisibilizados (como esa mujer-uñas-pintadas, mujer-encorvada, mujer-zahorí, mujer-guardada, mujer-tía-Nelly, que ensayó su entierro -puso las sillas de la casa en el patio interior, mirando hacia el mismo lugar, para después acostarse bajo una mesa- como si de Julita Salmerón en Muchos hijos, un mono y un castillo -Gustavo Salmerón, 2017- se tratase). Ella, la narradora innominada, que profiere oníricos balbuceos babélicos (alemán, polaco, ídish) bajo la maldición de la ceniza de Jedwabne. Ella, mujer-mujer paseando en la-playa-de-los-hombres (resuena en mis oídos SThala, como una ensoñación Sthala -silencio, viento y pies-de-cemento-pies-de-castigo-, con la cadencia vívida de la voz de Marguerite Duras), ella, mujer-tentación más que mujer-tentada (“Me invitan cerveza y ni siquiera digo que no. Que piensen que soy muda”). Ella, mujer-silencio “para descubrir el silencio” (“Y así me llené de verborrea silente. Burbujas dentro de una boca cerrada”), mujer que se recuerda en la niña-mujer que ensayaba violencias con las amigas (“el amor en mi casa era así, daño”), mujer-oído (“oigo hectáreas y milímetros”) en vaso comunicante con la sordera familiar. Ella, estirpe de violencias, narradora flâneur sobre las capas tectónicas de un pasado no narrado: el collage macabro de las guerras no sólo en tiempos de guerra.
Escobar lanza fragmentos como proyectiles. Impone la frase corta para atropellarnos de a poquito. “Mi madre-máquina no pide permiso. No usa explicaciones. Tumba, tira, demuele. No dialoga.”. Escobar tampoco. “Mi madre te come el espacio”, Escobar también. El puzle se arma a pinceladas, desde el totum revolutum del tiempo no lineal, horadando un surco (¿una vía de escape?) desde el no-límite y las obsesiones. Un surco que a veces desciende al ayer de los ayeres (“venimos de los judíos comunistas o comunistas judíos”) en un intento (¿tal vez?) de hallar una correlación entre hechos y circunstancias, entre hechos y señales, entre hechos y proyecciones de recuerdos (“en la oscuridad de ese útero, la alegría de cien mil estrellas picándome el cuerpo, mi madre tomando litros de Coca-Cola”), entre hechos y violencias de transmisión genética, entre hechos-hechos y hechos-decisiones. Escobar, bailarina entre fragmentos, mezcla escenas realistas con escenas oníricas (“Mi madre está parada en una escalera, parece gigante. Baja escalones y se vuelve más pequeña, hasta alcanzar el tamaño bebé”) que van tiñéndose de las violencias congénitas de la familia manteniendo el desasosiego lector también en lo no-real.
Fábula de la más prohibida de las violencias: el no-amor madre-hij(a/os), la experiencia del abandono incluso en la presencia, que insinúa psicopatías diversas (síndrome de Münchhausen, adicción al maltrato…), que resuelve la sanación desde la huida (la desaparición, la mentira, la muerte) zarandeando también las conciencias lectoras con destellos de llanto antropocénico (“alguna noche vamos a mirar el cielo buscando ese redondel llamado Luna y solo vamos a encontrar un pedazo de plástico gigante”) y con los punteos de violencia heteropatriarcal en los hombres “con miedo al agua” de la playa.
Regreso al prólogo de Sabina Urraca, pese a saberme “hereje” (sic) tras escribir sobre esta mi lectura de Si las cosas fuesen como son, para explicitar mi coincidencia con ella: yo también adoro los libros sobre madres pérfidas, madres castradoras, madres-voz-en-la-sombra, madres-francotiradoras que disparan juicios si te miran. Y es desde su prólogo que, apaciguada ya mi ansiedad de escritura postlectura, invito y advierto a quien husmee en este libro: “el lector que se aproxime a la belleza de este libro debe saber apreciar el desgranamiento de lo horrible”. Lo horrible como belleza literaria. Alea jacta est.