Los destrozos, de Bret Easton Ellis (Random House) Traducción de Rubén Martín Giráldez | por Gema Monlleó
“Haunting notes, pizzicato strings, the rhythm is calling
Alone in the night as the daylight brings a cool empty silence”
Vienna, Ultravox
Mucho se ha escrito ya sobre Los destrozos, la última novela de Bret Easton Ellis. Y no me extraña que se haya escrito tanto porque, para mí, es uno de los Libros (así, con mayúscula) del año. No había vuelto a leer a Ellis desde American Psycho. Disfruté con la sorpresa que me causó Menos que cero, no recuerdo nada de la lectura de Las leyes de la atracción (leído y subrayado, según mi biblioteca) y American Psycho lo encontré tan fascinante y adictivo como absolutamente repulsivo. Ahí paré y ya no leí ninguna de sus siguientes novelas. Quizás por miedo a la decepción, quizás por no descubrir en mí nada “inconveniente”.
Llegué a Los destrozos con cierto escepticismo, pensando (prejuicios, prejuicios, prejuicios) que pese a los elogios leídos este no iba a ser tan buen libro. Y mi primer atracón de lectura (80 páginas) confirmó mi autoprofecía. ¿Qué interés tenían para mí las aventuras y desventuras erótico-musicales de unos adolescentes ricos-riquísimos en Los Ángeles, 1981, que no cesaban de retozar entre ellos aderezando sus relaciones con drogas, drogas y más drogas? Respecto a la historia, ninguno. Respecto a la escritura, sí, muy buena, pero ¿para 700 páginas? Tentada de dejar el libro pedí consejo y la respuesta unánime fue: “sigue”. Y seguí. Y menos mal. Adiós prejuicios: Ellis ha vuelto, aquel Ellis, el Ellis que agarra tus instintos y juega contigo retorciéndotelos hasta el final.
Para no escribir una reseña al uso decido situar mi lectura de esta novela en El ciclo del agua, no en vano en todas las mansiones por las que se mueve Bret (Bret, el protagonista, Bret, el trasunto de Ellis, Bret, el adolescente que vivió y estudió en los mismos lugares que Ellis, Bret, ¿Ellis?) hay una piscina escenario de alguno de los pasajes de la novela.
Las piscinas de Los destrozos son entorno, contexto y protagonistas. Si para Neddy (El nadador, John Cheever) las piscinas eran el itinerario de un mundo en descomposición, aquí son la reafirmación del único mundo posible para Bret y sus amigos. ¿Alguien se imagina una mansión en el Los Ángeles de los 80 (o el actual) sin piscina? Piscinas para fiestas (“un nutrido grupo de invitados se había congregado junto al rectángulo resplandeciente de la piscina, al lado de otra barra atendida por surfistas”), piscinas para el sexo (“la mamada, el orgasmo, el jacuzzi, montármelo con Debbie”), piscinas para drogas (“su hábitat era la piscina donde siempre estaba fumado en medio de una bruma de marihuana”), piscinas para la resaca (“con expresión dolorida, me dirigí rápida pero cautelosamente hasta la piscina, donde me dejé caer en la parte honda y me quedé en el fondo hasta que me faltó el aire”), piscinas para el dolce far niente (“Steven bajó a la zona de la piscina y empezó a hacer fotos a petición de Debbie. Nadie posaba realmente, porque ya estábamos posando, pensé mientras el crepúsculo descendía”)… Piscinas como extensión del cuerpo (“se zambulló elegantemente en la piscina y nadó rápidamente hasta la otra punta, sonriéndome mientras solo su cabeza surcaba la superficie, hasta que giró y volvió a hacer ortro largo deslizándose suavemente por el agua”), piscinas como way of life y como agua purificadora (“me puse un bañador e hice sesenta largos en unos veinte minutos, nadando deprisa y con fuerza”), piscinas como testigos silentes de confidencias (“Miré a las chicas, ahora solo una silueta recortada contra la luz azul de la piscina, unos zarcillos neblinosos de vapor elevándose del jacuzzi: -¿De qué crees que hablarán?”). Piscinas siempre a punto, siempre limpias, siempre diciendo “ti-ra-te” (“el patio estaba bien iluminado, el césped era de un verse oscuro brillante y la piscina un rectángulo azul resplandeciente”). Aspirando (por la clase social) a las piscinas de Slim Aarons, el fotográfo del glamour azul, las piscinas de Ellis se quedan en piscinas horteras no tanto por su forma o construcción como por el comportamiento de esos adolescentes perdidos en un mar de riqueza tan profundo como su propio vacío existencial (“éramos adolescentes preocupados por el sexo, la música pop, el cine, la fama, la codicua, lo material y nuestra propia inocencia neutral”).
Y es que Bret & company en sus BMW, Porsche y Jaguar, Mullholand, Bel Air y Beverly Hills arriba y abajo, entrando y saliendo de Buckley (el instituto), vestidos de Gucci, Calvin Klein, Dolphin o Armani, Wayfarer siempre ante los ojos, escuchando discos de Ultravox, David Bowie, Blondie o Fleetwood Mac comprados en Tower Records y en Wherehouse, cenando en el Good Earth, el Chart House o el Yesterdays, y puestos de valium, Quaalude, hierba o cocaína, son un puñado de adolescentes perdidos, no sé si alienados o sin alma, por más que su situación económica les permita creer que caminan firmes sobre el mundo (“no se sentía abrumado por la soledad, la incertidumbre o la inseguridad: sencillamente estaba en otro planeta”). Pero esa (desconocida para ellos) falla por la que transitan se resquebraja de forma visible cuando el Arrastrero, un asesino en serie que secuestra, mutila y mata a adolescentes (los detalles sobre las “alteraciones”, “reconstrucciones” y “ebsamblajes” de los cuerpos se nos ahorran durante buena parte del libro) aparece en sus vidas. El Arrastrero señala a sus víctimas haciendo desaparecer primero a sus mascotas y todos estos pobres-chicos-ricos tienen no sólo gatos y perros sino también peces y caballos. El baño de sangre animal podría llenar una piscina. O varias.
Bret (¿Ellis?) se obsesiona con unos asesinatos que para sus compañeros parecen ser sólo algo que sucede allende sus mansiones, tras las que se parapetan seguros y confiados. La llegada de un compañero nuevo (Robert Mallory, el intruso, tan misterioso como magnéticamente atractivo, “alguien que iba a unirse a nosotros y a participar en nuestros rituales y juegos, nuestros secretos y evasiones, los dramas de baja intensidad y las mentiras turbias”) en el último curso de instituto será el elemento distorsionador para la falsa placidez del final de la adolescencia. El triángulo perverso que formarán el Arrastrero, Bret y Robert será nuestro Mullholand lector por el que no dejaremos de conducir durante las casi 700 páginas de la novela en las que Ellis construye y destruye (¿)su(?) mundo en modo montaña rusa adelante y atrás.
A medida que iba leyendo la novela (y fascinándome con ella), a medida que me iba zambullendo en las piscinas de Los Ángeles, empecé a imaginar una escena de las más cinematográficas que pueden darse en una piscina y, siendo Ellis guionista de cine y series, a apostar conmigo misma si esta se produciría o no. Y efectivamente, se produce: “El jardinero se giró y vio algo flotando em la piscina. Era un cuerpo. Desnudo. No se movía. Los brazos estaban extendidos delante del tronco como en mitad de una brazada, las piernas estiradas formando una leve uve, y el pelo ondeaba en el agua azul iluminada, ligeramente enrojecida por la sangre”. Check, Ellis ya tiene el cadáver en la piscina y el abanico de situaciones con/desde/en piscinas se completa. ¿Check? Un momento, ¿hay también alguna piscina abandonada? La hay, en la casa (¿de los horrores?) de Benedict Canyon: “la piscina estaba casi vacía, aunque había como medio metro de agua negruzca en la parte honda también repleta de hojas”. Ahora sí. Check a todo.
Recordando la definición de piscina de Anábel Vázquez (Piscinosofía, Libros del KO, 2023) como “el bordillo de la felicidad” las piscinas de Los destrozos son el-bordillo-que-no-es-suficiente, las piscinas de los ricos también lloran, las piscinas de un sueño americano oscuro y violento. Nada que ver con las que fotografía Tim Street-Porter en Splash (Rizzoli) por más que algunas de sus propietarias (Diane Keaton, Cher) pudieran aparecer en alguna de las fiestas a las que estos hollywoodienses adolescentes asisten y en las que sí están Mel Gibson, Jaqueline Bisset, John Travolta, Anthony Perkins (el top de 1981).
Autoficción y traumas (“y me quedé allí plantado con la última luz de la tarde, consciente de que con solo diecisiete años ya estaba contemplando mi pasado, de que el pasadao tenía un significado que siempre te definirá”), elementos verídicos y la prosa ficcional más made in Ellis (detalles, detalles, detalles, el “Ellisverso” que bautiza Rodrigo Fresán) en este Los destrozos en el que el Arrastrero podría ser, cronológicamente hablando, el aprendiz del experto y cruel Patrick Bateman que ya leímos en American psycho. Novela de aprendizaje, de entrada en el mundo adulto a borbotones (de sangre), de abandono o reafirmación del narcisismo (¿qué fue de este grupo?, de algunos lo sabemos pero no haré espóiler). Libro con un mix de todas las personalidades de Ellis en modo caníbal devorándose unas a otras (la de traidor de clase siempre subyace). Falso thriller en el que el asesinato más feroz es el de la frontera entre la adolescencia y la madurez por la vía más sórdida posible.
Sobre si el narrador es fiable (y los informes policiales, los relatos de testigos oculares y de testimonios relacionados…), los plot twist de la trama, o la(s) verdad(es) que contiene o no la novela ya se han publicado suficientes reseñas. Yo, en estas colinas de Hollywood en las que ululan los coyotes, prefiero sumergirme en las piscinas, escojo el hedonismo antes que el nihilismo de Bret y sus amigos (prejuicios, prejuicios, prejuicios), y agradezco el tantrismo en la resolución de la historia por haberme permitido permanecer más y mejor, espectadora de un gore que no me salpica, en unas mansiones a las que resto soledad y traumas para sumar agua y cloro en estas piscinas con vistas a los ochenta.