Literaturas europeas de vanguardia, de Guillermo de Torre (Renacimiento) | por Juan Jiménez García
Nacido con el siglo, en 1900, Guillermo de Torre acabaría por convertirse en un testigo y participe activo de él, con una constancia ejemplar y un atrevimiento juvenil que ahora nos parece admirable, cuando todas las edades se han retrasado y los jóvenes no son jóvenes ni los viejos, viejos. Tal vez no sea todo lo conocido y reconocido que debería ser, pero es que fue crítico literario y muy poco poeta (y lo fue en una época de sobreabundancia, de vivos, cadáveres y muertos). Y aunque estuvo detrás de muchas cosas importantes de sus múltiples tiempos (antes de la guerra, con las vanguardias, en el exilio en la revista Sur o con la creación de la editorial Losada, en Argentina), sigue siendo un personaje para aquellos que seguimos escarbando en las montañas de ese periodo de entreguerras, que en el caso español es más breve, más convulso y, desde luego, más triste. El fin de la Primera Guerra Mundial trajo la alegría de estar vivos y la cultura se convirtió en esa celebración del existir. La República de Weimar en Alemania o esa explosión (e implosión) de ismos en Francia y alrededores, fueron un claro ejemplo. Y en España, una España en la que todo se movía más lento, pero con no menos virulencia, también tuvimos lo nuestro. Como retrato de aquellos tiempos, propios y ajenos, Literaturas europeas de vanguardia es una obra fundacional y destinada a permanecer, con un sentido cambiante. Contiene la urgencia de los años en que se escribió, se convirtió en referencia de todo un devenir literario y, ahora, cien años después, nos devuelve una reflexión sobre el paso del tiempo y el valor del presente, que no dejará de ser, en un futuro, pasado.
Hay que decir que Guillermo de Torre fue publicando distintas partes del libro en revistas y que ello nos lleva hasta sus diecinueve años, convertido en obra cuando tenía veinticinco. Leyéndolo, nos cuesta entenderlo, porque rebosante de erudición, de referencias, de conocimiento de un entorno entonces más lejano. Construida a través de cinco ismos (ultraísmo, del que formó parte importante, fundacional, creacionismo, cubismo, dadaísmo y futurismo), es también una toma del pulso de la poesía y las vanguardias en España, Francia e Italia, a través de escritores, obras, publicaciones (tiempo de revistas), técnicas, conexiones artísticas y hasta rumorología, porque su autor, en especial en el caso del ultraísmo y del dadaísmo (y, en contraposición y enfrentamiento, del creacionismo), compartió vivencias y correspondencia. La riqueza de contenido es enorme, y ya desde el prólogo se nos advierte y se nos informa de las polémicas y bofetadas que se llevó en su día, de citados y no citados. Y es que Guillermo de Torre no evitaba nada y seguía el hilo de sus pensamientos e intuiciones (porque de tan próximo que estaba todo, la intuición era una herramienta más de trabajo, absolutamente necesaria). En el libro encontramos desde las disputas con el creacionismo de Vicente Huidobro (contiene un provocador estudio sobre su originalidad, a partir de Pierre Reverdy), hasta la exaltación del yo, porque el autor no evita cantar las loas de su propia obra y de su entorno ultraísta, pasando por cosas que hoy nos pueden parecer curiosas, como las dudas sobre el surrealismo, al que considera una triste imitación (mejor, traición) del dadaísmo, aunque no deja de verle caminos que, debidamente recorridos, podían ofrecer cosas importantes. Guillermo de Torre no solo se abraza a su tiempo, querencias y amistades, sino que no duda de ser amigo de sus amigos, y fiel de sus ideas, lo cual, lejos de ser una molestia, es algo a apreciar, porque otra cosa, en una obra como la aquí planteada, podría ser tibieza. Y, desde la tibieza, rara vez se alcanzan esos cien años desde su escritura.
Como testimonio, tiene el incalculable valor de los retratos en vivo. Como estudio crítico, su inmediatez le hace moverse en tierras movedizas, unas tierras que Guillermo de Torre no solo no evita, sino que se mueve con gusto. No es solo una sucesión de nombres y obras, ejemplarizada, sino también una recorrer infinidad de direcciones, incluido ese arte incipiente (cuando aún se discutía si era un arte) que era el cine. Con sus veintipocos años, el autor quería estar en todo, y sus fuentes son inagotables, próximas, abiertas al cambio, a la mutación. Como no evita nada, tampoco evita que el paso de los años le quite razones, como que le otorgue anticipaciones. Hoy en día tal vez nos cueste un algo identificar en el ultraísmo a Jorge Luis Borges (que sería su cuñado) o Gerardo Diego, lo cual nos da una idea de la fugacidad de los afectos en aquellos años tan vividos, pero ese es precisamente uno de sus logros: capturar la brevedad. Algo que se puede apreciar en el futurismo, que fue un movimiento precursor, dado que llegó unos años antes que los demás, pero que acabó enredado en sus propias palabras y afectos conceptuales, hasta convertirse en un importante valedor del fascismo. Literaturas europeas de vanguardia contiene todo esto y no solo. Es el cambio del poeta de Hélices por el del crítico que ya no dejaría de ser. Seguiría apegado a todas las palpitaciones posteriores e Historia de las literaturas de vanguardia (aparecido en 1965), suerte de amplia y extendida vuelta de tuerca sobre este libro, sería una nueva culminación, distancia entre aquel joven y ese señor mayor. En definitiva (y difícil es usar esa expresión en un libro tan abierto, tan dispuesto a la modernidad de sus contemporáneos) una invitación a lanzarse a los caminos, como propugnaría André Breton, años después. Esos caminos necesarios, entre los fangos.