Ai, Virginia, de Michael Kumpfmüller (Edicions de 1984) Traducción de Ramon Monton | por Gema Monlleó

Michael Kumpfmüller | Ai, Virginia

“Que l’aigua em cobreixi, això és el que desitjo: aigua, aigua. Oh, tant de bo que tota la meva vida s’acabés aquí” 

Entre els actes, Virginia Woolf 

La primera vez que Virginia entra en el agua del río está lloviendo.  

“L’aigua és freda. Aproximadament tan freda com la pluja, potser una mica més, la diferencia és minsa, és a dir, que continua tenint fred però sap que aviat tot s’acabarà.” 

Se sumerge creyendo que hundirse será fácil pero una vez en el agua se da cuenta de que no es así: su cuerpo flota. ¿Cuánto tiempo necesitaría estar sumergida para ahogarse? Llueve, hace frío, y una cosa es morir ahogada, despedirse del mundo con un último y rápido hálito de oxígeno y otra morir congelada o quién sabe si con una larga y agonizante pulmonía. 

“L’únic que fa és anar d’una banda a l’altra com una beneita damunt de l’aigua remorosa i sibilant, fins que en algun moment toca terra amb els peus i reconeix que així no hi ha manera.” 

Virginia sale del agua y emprende el camino de regreso. Sigue lloviendo. La lluvia empapa todavía más sus ropas y llega a casa calada hasta los huesos. Para Leonard esta es una excentricidad más de su mujer en una época en la que sus problemas de salud mental volvían a revolucionarse, ¿a quién se le ocurre salir de paseo bajo la tormenta? 

“S’incorpora i continua viva, i viva s’enfila tremolant pel pendent, lluny d’on s’ha ficat a l’aigua, avança fent tentines cap a casa i veu, horroritzada, com Leonard corre cap a ella.” 

Así comienza Ai, Virginia donde Michael Kumpfmüller (Munich, 1961) ficciona los últimos diez días de la vida de Virginia Woolf en los Downs de Lewes (Sussex Oriental), lugar en el que la pareja se refugiaba del peligro de los bombardeos alemanes durante la II Guerra Mundial. La escena que imagina Kumpfmüller es el primer intento de Virginia de morir en el río, el ensayo necesario para saber que deberá lastrar su peso si quiere hundirse. 

“És evident que la malaltia la torna beneita, i potser tot ha estat culpa de la ingenuïtat de les veus que fa dies que la turmenten, i a qui no se’ls ha acudit esmentar que cal ficar-se pedres a les butxaques de l’abric quan es vol llançar a l’aigua.” 

Debo decir que no soy una gran seguidora de los textos de Woolf. He leído algunas de sus novelas pero jamás han despertado en mí el entusiasmo que sí suscitan otras obras (cosas de la subjetividad). Me gusta más la idea-legado de la necesidad de un cuarto propio que leer su Una habitación propia, sin embargo fue lo que sé de su vida (y sobre todo de su muerte) lo que me imantó para acercarme a este curioso texto. 

“Les seves novel·les són museus en què es pot observar rere el vidre opalí tot el que s’ha perdut: la infantesa, el segle passat, en el Fons tots els segles des de Shakespeare, per no oblidar la qüestió de Bloomsbury, l’interludi de la pau.” 

Ai, Virginia es el dietario en tercera persona de esos últimos días en los que el trastorno bipolar y la angustia vital de Virginia se hicieron más intensos, hasta llenar su cabeza de voces que apenas la dejaban descansar, trabajar o leer. Y es que la Virginia de Kumpfmüller es, no podía ser de otro modo, una mujer exhausta que ya no puede más y que “colecciona” historias de suicidas en el agua (una mujer del vecindario, los cadáveres que vio flotar en Teddington, el intento del escritor Hugh Walpole…), una mujer que ve su vida como una ruina, que apenas come sopa de pan y que desprecia tanto como admira el tesón con que Leonard cuida del jardín ocupando así sus días.  

Ella no sólo no puede escribir (“podria continuar treballant en els seus records, cosa que havia fet últimament, però el passat és verí per a ella; si escriu sobre el passat no se’n desempallega, només es queda glaçada, sepultada sota una muntanya de paraules que en bona part són falses, per la qual cosa tot acaba sent soroll”) sino que se muestra inquieta e insegura respecto al último texto que ha enviado a su editor (la novela póstuma Entre actos “un es desempallega d’una cosa que li ha costat un esforç inimaginable, s’hi ha escarrassat durant mesos i de sobte li sembla un pitafi”). Ya no hay refugio posible en los libros, todo es ahora intemperie, desasosiego, dolor; todo es también incertidumbre en tiempos de guerra. Ella, que vive esperando el final, en algunos momentos fantasea con que tal vez serán los nazis y no ella misma quienes lo rubriquen en su cuerpo (“el setge s’anirà estrenyent ràpidament fins que entraran per la porta un homes fortament armats sense la més mínima compassió”). 

A lo largo de la novela Virginia recuerda escenas de su vida familiar, sobre todo con Leonard, aunque también con sus hermanos (Adrian y Vanessa), con sus sobrinos (en especial con el pobre Julian muerto en la guerra civil española) y con Vita Sackville-West (casada con Harold Nicolson y amante de Woolf, a quien esta tomaría de “modelo” para Orlando –“la carta de amor más larga y encantadora en la historia de la literatura” según Nigel Nicolson, hijo de Vita-) y equipara, desde el amor que sintió por ella (“Vita ha estat el prodigi i el turment de la seva vida”), la irrefrenable atracción que ahora siente por el río (“em llenço al riu però no és per aflicció, sinó perquè allà m’hi espera algú”). 

Su enfermedad mental es el hilo conductor de una novela exenta de patetismo y plena de comprensión y empatía. Virginia sabe lo que le sucede, Virginia es consciente de la cueva en la que se adentra su mente, Virginia sufre por el padecimiento que su enfermedad provoca en Leonard. Virginia oye voces en su cabeza y tanto quiere atenderlas a todas como dejar de escucharlas, Virginia, insomne persistente, quiere dormir para silenciarse, pero cuando duerme tampoco está sola, también están los muertos que siguen hablándole. 

“No té un nom per als estats que pateix, però s’ha adonat que li venen en onades; el deliri que l’assetja, que potser només és vanitat, com creu de vegades, la seva manera equivocada de sentir i de recordar, per bé que ara mateix els seus records no són benvinguts, tots els morts que habiten i es passegen dins seu entre laments, com si ella fos culpable de la seva mort.”  

Y su salvación será el río. 

La segunda y última vez que Virginia entra en el agua del río el día es radiante, claro y frío. Mientras en su habitación propia Virginia escribe: “Estimat, et voldria dir que m’has ofert la més completa felicitat…” los pájaros la observan en silencio. Sale de casa despacio, paseando, pensando en las piedras que, esta vez sí, cogerá de la orilla del río. Es mediodía y en los campanarios cercanos tañen las campanas. Virginia escoge las piedras: lo suficientemente grandes para lastrarla, pero que cojan en sus bolsillos. Las costuras le tiran de los hombros. Con el peso, el abrigo le llega casi hasta el suelo.  

“Molt bé, i ara ha de tirar endavant. Ja s’ho coneix, només cal un impuls i saltar o deixar-se caure i de sobte tot canvia i no te res a veure amb el que era abans. 

La veu de l’àngel li diu que no ha de tenir por, i realment no té por i, així, sense por, es posa finalment en moviment.” 

La última entrada en los diarios de Woolf es una anotación breve cuatro días antes de morir. Sus últimos escritos fueron las cartas de despedida para Leonard (“Sé que no superaré mai això d’aquí i t’estic arruïnant la vida. És aquesta bogeria”) y para su hermana. El resto, lo que sabemos y lo que ignoramos, es lo que plasma Kumpfmüller en esta exploración imaginativa de los últimos días de una Virginia derrotada, de un cuerpo (“Ja no sento res, diu ella. Tot és en certa manera el que ha de ser, però jo no en formo part”) deseante de muerte y no de vida, de una mente deseosa de invulnerabilidad (“aquest ha estat, des que té ús de raó, el seu objectiu. Ja no sentir-se ferida mai més”), de una mujer-piedra-de-río (“Quan em beses, no sento res més que una roca”) que no quiere sentir-amar más mientras imagina a Leonard, a Vita y a su hermana frente a su cuerpo (“jo ja fa anys que em moro”). 

Hace casi diez años Juan Tallón publicó Fin de poema (Alrevés, 2015), donde ficcionaba los últimos días de cuatro poetas suicidas (Cesare Pavese, Alejandra Pizarnik, Anne Sexton y Gabriel Ferraté). Recuerdo la conmoción que me causó leer el desmoronamiento de cada uno de ellos “desde dentro”, así como la curiosa sensación de voyeurismo por adentrarme sin permiso en la profundidad de su psique. Algo similar me ha ocurrido como espectadora de la íntima actividad sísmica de Woolf en Ai, Virginia. Porque sí: sabía, sabíamos, del final de Woolf; sabía, sabíamos, del sufrimiento que la empujó al río (“jo soc només la meva malaltia i el que no estigui malat en mi no soc jo”); sabía, sabíamos, de la trascendencia literaria de su obra y de la libertad que plasmaba en sus ensayos. Pero lo más perturbadoramente hermoso de Ai, Virginia es todo lo que no sabíamos, todo lo que hasta ahora no se había escrito “desde ella”. Sigo sintiéndome entre lejana y ajena frente a las novelas de Woolf pero mi empatía por la mujer Virginia se ha disparado a través del retrato de Kumpfmüller. ¿Ficción? Sí. ¿Realidad? Tal vez.  

“Avui soc diferent, afirma. Mira la llum. Avui tot és llum.”


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