El empleado, de L. P. Hartley (Pre-Textos) Traducción de Rubén Darío Flórez Arcila | por Juan Jiménez García
Aquellos cuerpos que nunca se encuentran. Al principio, algo vago, el sueño de una cosa. Luego, las grietas, esa prisión impuesta o sobrevenida que se resquebraja, de la que caen pedazos. Después, un equívoco rayo de luz. Y entonces todo puede acabar como también puede empezar. Esa soledad que queda atrás o una prisión aún más feroz, más tenaz. De nuevo, el sueño de una cosa. En estas líneas creería encerrar El empleado, de L. P. Hartley. Encerraría a Leadbitter, que estuvo en la guerra y ahora es un orgulloso chófer de alquiler, con vehículo propio, ideas propias, futuro imaginado propio. Y a Lady Franklin, joven pero reciente viuda. Rica, muy rica, atravesada por la culpa y el duelo. Ella contrata sus servicios. Quiere visitar iglesias, catedrales; en realidad, quiere encontrar un punto de conexión con el pasado que le permita volver a conectar con el presente, un presente que se le escapa. Le han aconsejado sincerarse y luego escuchar, y piensa que un anónimo chófer puede ser esa persona. Leadbitter tiene sus particularidades. Podría tener éxito con las mujeres, pero de algún modo las desprecia. Despreciarlas en el sentido en que no salvaría a ninguna, todas le parecen carentes de los valores que él mismo se ha dado con un rigor que desdibuja el mundo que le rodea. Tiene un plan. Pagar el coche, luego tener más coches. Podría parecer no gran cosa cuando esto es todo, trabajo y vida, pero para él es suficiente, porque parece regresar de un mundo anciano, un mundo que no puede convivir en armonía con aquello que le rodea. La realidad. A veces, le gustaría darse de puñetazos con alguien. Lo busca. Es su manera de estar ahí: silencioso, enfadado, alerta.
Sin embargo, Lady Franklin es la grieta que empieza a abrirse, a su fría manera, en el muro de Leadbitter. Es ella la que pone a prueba ese minimalismo existencial, aunque de manera inconsciente. Ella, que cree regresar a la vida a través de las conversaciones del chófer y de esa familia inexistente que él inventa para su entretenimiento. Esa familia que, al principio, tal vez, es solo una manera de defenderse y luego un complejo entramado de proyecciones en las que enredarse. Su vida se simplifica, se convierte en Lady Franklin y los demás (bien pensado, es una persona más que las que solía tener en consideración, que era ninguna). Nosotros, lectores, vemos acercarse el precipicio del que ninguno de los dos parece consciente, cada uno ensimismado en sus proyectos de futuro. La distancia social entre ellos es tan larga… Ella lo sigue viendo como un ingenuo salvaje. Sí, un ingenuo salvaje que la sacado del círculo inagotable de la depresión. Le está agradecida. Incluso puede ser generosa con él (un raro asunto). Él vive tan encerrado en sí mismo… Pero la grieta está ahí, se ensancha, como una amenaza.
El empleado podría haber sido adaptada al cine también por Joseph Losey y Harold Pinter, como en El mensajero. Hay una inequívoca relación entre las películas de uno y las novelas del otro. Sus intereses, esos hombres al borde del abismo, esas mujeres espejismo, son los mismos. La manera cinematográfica de uno, el teatro de aquel, la narrativa del otro, comparten una atmósfera e incluso una cadencia. Breve: un mismo aliento. Una realidad tan extrema que alcanza sino el absurdo, la rareza. El enrarecimiento de aquello que les rodea. Los tres entienden como llegar hasta ahí, como construir una personalidad compleja, como la de Leadbitter, pero que sigue un proceso destructivo que de algún mundo tiene interiorizado y que, paso a paso, lleva hasta el final. En su turbieza, se encuentra la coherencia. Hasta el absurdo. Y cuando todo se derrumba, finalmente, queda incluso una cierta ternura. La ternura del bruto, la honestidad de los derrotados.