Cuentos de cabecera, de Osamu Dazai (Satori) Traducción de Daniel Aguilar | por Juan Jiménez García

Osamu Dazai | Cuentos de cabecera

Leyendas populares japonesas convertidas en deliciosos, cuando no delirantes, relatos sobre la condición humana y la complejidad (esa es la parte delirante) de nuestras relaciones. Tal vez así podría resumir (como si hubiera necesidad de ello) los Cuentos de cabecera de Osamu Dazai, que son cuatro, con los que Japón alcanzaba su último año de guerra, con el escritor en sus treinta y tantos años. Tal vez fueron aquellas dificultades nacionales, las que le llevaron a escribir estos (y aquí la palabra es justa y apropiada) deliciosos relatos (otra vez la palabra). Deliciosos porque nos dejan ese regusto divertido, como un sustitutivo de la terrible realidad de los tiempos. En la historia de ese viejo que se encuentra con los demonios, una noche en el bosque, o en la de aquel pescador que, a lomos de una tortuga va al encuentro del submarino Palacio del Dragón, o en la terrible venganza del conejo sobre el tanuki, o en la lengua cortada del gorrión, el escritor japonés encuentra la base popular para crear el mismo sus narraciones, que se convierten en otra cosa sin perder de vista los originales (por cierto, acertadamente incluidos en esta edición y que, personalmente, recomiendo leer antes que sus versiones). 

Y todo esto, en la escritura de Osamu Dazai, ¿en qué se convierte? En El lobanillo desaparecido, un viejo, con un lobanillo en la cara, va al bosque. Se hace tarde y se tiene que esconder en el hueco de un árbol y ahí aparecen los demonios. La música y el jolgorio de los mismos le impulsan a salir a bailar y sus bailes tienen recompensa. Pero un vecino con el mismo problema, solo que su lobanillo está al otro lado de la cara, piensa que la solución a sus males es repetir lo conocido, sin reparar en que baila que da asco. La moraleja del escritor japonés es que tampoco hay que ensañarse con los viejos que tienen ocurrencias. Pero si la vejez tiene sus rarezas qué decir de la juventud. En La historia de Urashima, el pescador original se ha transformado en un joven malcriado de clase alta y la tortuga en un animal al que le gusta razonar y llevar la razón a sus límites (que sobrepasan la paciencia, muy limitada, del joven). Creerse la historia de una princesa bajo el mar, no deja de tener su aquel y más si eres un incrédulo, pero bueno, al final pasa lo que pasa y llegan a donde llegan, y este es el relato más divertido, con unos diálogos impagables, reflejo de la condición medio humana, porque la tortuga, como aquel cuervo de Pier Paolo Pasolini, es un animal con vocación de politólogo. En La montaña Kachi-Kachi, el vengativo señor Conejo se transforma en coneja, lo cual no es casual, puesto que Osamu Dazai tiene algo que decir sobre las conflictivas relaciones de pareja (aunque sean tortugas con humanos o conejas con tanukis, que es algo así, sin serlo, como un mapache). El tanuki se ha llevado por delante a una vieja en su huida de una muerte segura y la coneja, en solidaridad con el viejo viudo, decide que se vengará de tal crimen. Una venganza sutil en su concepción y terrible en su realización, mientras la coneja sibilina cultiva una falsa amistad que confunde al egoísta tanuki, que ve en ella la posibilidad de tener una esposa y criada, que para él viene a ser lo mismo. Finalmente, en El gorrión de la lengua cortada, Osamu Dazai va más allá en los extremos: la historia del gorrión (que se convierte también en un personaje femenino) es más trágica que en el original, desde el momento que enmudece definitivamente, pero el final, sin esquivar la moraleja de la ambición desmedida, es más irónico. Un triste relato con un final burocráticamente feliz, en el que, en palabras de Daniel Aguilar, el escritor también pensaba en su vida personal. 

Y llegamos al final con esa última sonrisa. Unos relatos en los que Osamu Dazai no solo reescribió los relatos para arrojar algo de luz en la oscuridad de su tiempo, sino unos Cuentos de cabecera escritos con toda la habilidad de un escritor que todavía no había llegado a ese pesimismo de la posguerra que habría de caracterizarle, pero que ya tenía en él toda la escritura del mundo.


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