Valfierno, de Martín Caparrós (Random House) | por Juan Jiménez García
Aquel extraño (mejor, estrambótico) robo de la Gioconda del Louvre. El poeta Guillaume Apollinaire acabó detenido y no tuvo mejor ocurrencia que meter en el tema a Pablo Picasso, y seguramente, ahí se quedó la historia para muchos de nosotros. Pero lo cierto es que ni ellos tenían nada que ver ni la historia se detiene ahí. E incluso hay distintas historias posibles y tantos huecos que rellenar que se puede construir una novela alrededor de ella, que es lo que hizo Martín Caparrós, sin olvidar el periodismo. Creó un artefacto entre la realidad y la ficción y le puso, precisamente, el nombre de un personaje que se movía entre esos extremos, Valfierno, el marqués de Valfierno. Y es que, en realidad, en esta historia, todo se mueve entre lo real y lo ficticio, porque no deja de ser un relato de falsificadores. Falsificadores de obras de arte y falsificadores de vidas propias. Y también de un escritor que da vueltas en torno a ello. La historia es la siguiente. Una mañana de agosto de 1911 el famoso cuadro de Leonardo, verdadera obra insignia del Museo del Louvre, no está. Nadie se sorprende: lo estarán fotografiando, limpiando, en fin, cosas internas. Pero al día siguiente surge la alarma. Nada de eso: el cuadro ha desaparecido. Ha sido robado. Las medidas de seguridad ya habían sido puestas en entredicho con otras desapariciones demostrativas, pero esto ya es demasiado. Nada se sabe y nada se encuentra. Tendrán que pasar dos años para que el cuadro vuelva a aparecer, en Florencia. Un sujeto está intentando venderlo y que se quede en su patria de origen, de donde pensaba que había sido robado. El sujeto en cuestión es Vincenzo Peruggia, un italiano que había trabajado en el museo y que pretextaba razones políticas (¡ah, la patria!) para hacerse con él. Con un año y poco de cárcel, que ni cumplió en su totalidad, quedó todo arreglado. La Gioconda volvía al Louvre. Pero esta solo era una falsificación más de la realidad. Lo cierto es que el robo había sido bien estudiado, que reportaría un importante beneficio económico (¡ah, el dinero!) y que detrás andaba un argentino, Eduardo de Valfierno, que se hacía pasar por marqués. La brillante idea era no vender la Gioconda, sino seis reproducciones a cargo de un reputado falsificador. Pero claro, para vender las falsificaciones era necesario que la Gioconda no estuviera en su lugar. La historia puede ser cierta como puede no serlo, y en ese campo tan amplio para la imaginación, con esos elementos tan jugosos que adornar, Martín Caparrós reconstruye vida y milagros de Valfierno, desde su infancia hasta su desaparición, aunque por no tener parece ser que no tenemos ni constancia de que existiera. Pero ¿importa? Y esta es una pregunta importante, si tenemos en cuenta que el escritor es un periodista más que reconocido, un maestro del género.
Construida a través de falsas entrevistas y reconstrucciones narrativas, Valfierno funciona como objeto multiforme de difícil agarre, porque no se queda con una sola carta, sino que las juega todas a conveniencia. Y es justo en una obra que, por encima de todo, es una reflexión sobre la falsificación (en los muchos y amplios sentidos del término), y también un retrato social de miserias y aspiraciones. Como se forjaron una vida a través de la inteligencia natural desde la pobreza de medios y existencias. Desde la prostituta Valérie hasta el falsificador Yves Chaudron, incapaz de pintar sus propias obras, pero indistinguible cuando pinta las de los demás o como los demás. Desde el poco espabilado Vincenzo Peruggia hasta, claro, el marqués de Valfierno, que empezó siendo hijo ilegítimo, pasó un tiempo en la cárcel, otro en un barco, y luego en París y de allí, al mundo, con los bolsillos bien llenos y convertido en fantasmagoría probable o improbable. Y es que la vida es una sucesión de engaños, a nosotros mismos, a los demás y de los demás. Un tremendo trampantojo, de dimensiones desconocidas.